Tomado de
26 OCTUBRE 2021
Sonia Fides
Un libro duro sobre la España rural, abandonada. Sobre el pasado y la memoria. Sobre el precio del progreso. Sobre las mujeres a las que nunca dejaron desarrollar su vida propia. ‘La marca del agua’, de Montserrat Iglesias. Una arriesgada novela tan llena de vida como de muerte. Así presenta el libro la editorial: “19 de abril de 1950. El agua ya ha alcanzado la piedra que sirve de testigo: en menos de diez días Hontanar desaparecerá para siempre inundado por el pantano. Todos están celebrando la inauguración del pueblo nuevo, solo quedan allí los hermanos Cristóbal. Pero un suceso terrible les obliga a emprender precipitadamente el viaje: Marcos descubre a su hermana Sara colgada de un machón de la cuadra. Envuelta en la colcha que bordó durante años para un ajuar que ya nunca será utilizado y oculta entre sacos de patatas, Sara recorre ese camino en el carro de su hermano. Después de todo, siempre quiso irse del pueblo”. Un grito seco y muy bien escrito con ecos de otros tiempos y de grandes como Lorca, Delibes y Carmen Laforet.
Economía, economía, economía. Es la palabra que llena una y otra vez mi memoria cuando recuerdo la vida que La marca del agua tiene ya en ella. Y es que Montserrat Iglesias (Madrid, 1976) ejecuta desde lo mínimo una historia de una fuerza estética y emocional bárbara. Bárbara por como comienza y aún más bárbara por como termina. La marca del agua, pese a su título, es un grito seco con ecos de otros tiempos, con guerras que nadie gana aunque los vencedores alardeen de ello en un sinfín de documentales que se deslizan sobre una música machacona y que fueron rodados en blanco y negro hasta acceder a un color que remarcaba aún más su patetismo. Con secretos que se llenan de polvo sobre los caminos y sobre la lengua de aquellos que sobreviven.
La insistencia estética de la autora madrileña es un regalo para quien camina por su historia. Pocas autoras, y pocas autoras en su primera novela, son capaces de ir arrancándole al dolor lo que sirve para avanzar. Ella no incide para hacerlo en un largo grito, sino en una salmodia de voz lenta y voluntariosa que ajusta cuentas con la propia conciencia. Montserrat Iglesias Berzal conoce la naturaleza de cada imagen, conoce el juego de luces que hace falta para conseguir que el pasado habitado haga erguirse al presente de sus valiosos protagonistas.
Con ecos de Lorca, de Delibes o de la mismísima Carmen Laforet, el lector se adentra en una batalla dialéctica contra ese silencio de los muertos inesperados con el que nadie nunca debería encontrarse. El ritmo lento de la memoria de Marcos Valle, su carismático y sufrido protagonista, invade el porvenir de quien lee hasta abocarlo a una complicidad extrema. No es fácil recordar, mientras tu hermana muerta desoye tus plegarias; no es fácil pensar cuando los buitres vuelan en el cielo con paso firme, dibujando estribillos de una inmensa belleza. A veces el lenguaje de la muertos no está bajo la tierra, y de eso habla esta novela que palpa las entrañas del lector como palpa la víctima de un derrumbe el espacio que aún no ha destrozado la totalidad de su carne.
La marca del agua es una novela arriesgada, porque no todos los lectores serán capaces de mantener el tipo frente a este hermoso y durísimo monólogo. Frente a esta diatriba en la que las palabras son engullidas por el paisaje sin que tengan posibilidad alguna de retorno:
“Sara se amortajó para subir por la escalera de mano como si se encaramase a una buitrera y atar la cuerda al madero del techo; se amortajó para ajustarse el nudo y saltar sin miedo”.
“Escucha, Noble, vamos al otro pueblo, como todos los días. Pero no por la carretera, sino por los cortados y el monte, que es un camino más bonito. Ya sé que es más difícil, pero no viajamos cargados. Solo con el ama buena. No te preocupes más por ellas, que ya está bien. Lo que viste no fue nada, era su manera de descansar”.
La sencillez del pulso narrativo de Iglesias es incontestable, como lo es también el cuidado estético que reutiliza una y otra vez para sostener la progresión argumental de los vivos, y de manera específica la de los muertos. Quizás el hallazgo más relevante de toda la novela. Aunque también debo señalar como un hallazgo para celebrar cómo la narradora es capaz de rodear al lector con los brazos de esa cadencia lenta con que solo saben narrar los supervivientes.
La marca del agua es una novela sin grandes vicios y sin grandes virtudes y, sin embargo, su equilibrio entre ambos términos la convierte en una novela única, y a su autora en una narradora de un talento irrevocable. El cuerpo de su historia pesa de ese modo en que pesa la lluvia cuando el destino del paseante está muy lejos. Montserrat Iglesias Berzal construye una atmósfera de una justicia estética descomunal. Hay que ser muy valiente para construir una novela tan estricta, tan áspera, tan incendiaria, tan llena de vida y tan llena de muerte. Hay que saber desoír el avinagrado aliento de la moral para echar a rodar ese carro en el que viajan sus dos protagonistas. Hay que ser muy valiente para envolver a una mujer vencida en la colcha que debía abrigar un futuro de sangre hirviendo y conseguir que no nos resulte un gesto rancio y maniqueo.
Y es por esa valentía, y por muchas cosas más que no desvelaré, por lo que os recomiendo que leáis esta brillante novela en la que se muestra con rotundidad que la coralidad homicida en la que están incluidos padres, madres, hermanos, parientes y enamorados fue en este país, para demasiadas mujeres y durante demasiado tiempo, la única moneda de cambio.¶
‘La marca del agua’. Montserrat Iglesias. Lumen. 263 páginas.
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