Muchas de las Hormigas estudiamos en el Colegio Mater Salvatoris de Caracas; la mayoría formó parte de su primera promoción de bachilleres. Por estos días es noticia el progreso en la causa de la canonización de la fundadora, la Madre María Félix Torres, que fuera abierta el 24 de enero de 2009.

 

Las primeras alumnas del Colegio Mater Salvatoris de Caracas

 

Venezuela estrenaba democracia, y casi todas las cosas estaban por hacerse en el país, cuando llegaron de España unas religiosas de hábito oscuro e intenciones claras. Querían ser misioneras y dedicarse a educar niños de escasos recursos; sin embargo, el hombre propone y Dios dispone, y el obispo les encomendó residenciarse en Las Mercedes y educar niñas de la clase media. Las Madres de la Compañía del Salvador, cumpliendo su voto de obediencia, alquilaron la quinta Garbiñe en la calle Madrid y abrieron el primer núcleo del Colegio Mater Salvatoris de Caracas.

Comenzar es siempre difícil, pero con la ayuda de la Virgen los niños empezaron a llegar a las faldas de las Madres del Colegio. María Bernarda recuerda que entre Maternal y Primer Grado había sólo doce alumnos y que en un mismo salón de clases estaban Preparatorio y Primer Grado, los que se distinguían por el diferente color pastel de las mesas y porque había varones solamente en preescolar.

Se enseñaba con métodos nunca vistos. Graciela dice: “Recuerdo, sobre todo, las regletas; algo completamente nuevo para mí: tablitas de diferentes colores, el mejor de los métodos para aprender matemáticas”. Blanco, 1; rojo, 2; verde claro, 3; morado, 4; amarillo, 5; verde oscuro, 6; negro, 7; marrón, 8; azul, 9 y naranja, 10. La Madre Sagüillo decía que “Dios habla por las matemáticas”, y con las regletas aprendimos a sumar, restar, multiplicar y hasta dividir.

En poco tiempo, la quinta Garbiñe nos quedó pequeña. El país crecía y la clase media avanzaba abriéndose nuevos horizontes. Tuvimos que mudarnos a una casa más grande: la quinta Trinidad, en la Avenida Principal de Las Mercedes, donde empezó el Segundo Grado.

Juan Pablo Ii y la Madre María Félix Torres, la fundadora

Con sólo ocho años de edad nosotras éramos las mayores; debíamos dar el ejemplo. Cada año que pasaba, había que buscar nuevas maestras y llegaban otras madres de España, para hacer crecer el sueño de excelencia del Mater Salvatoris. Recordamos con cariño a la Madre Félix, de quien María Bernarda dice: “Fundadora de la Congregación, toda dulzura y donaire, mujer brillante, como todas ellas, y de una bondad y piedad que trascendían. Cuando se reía, levantaba los brazos y dejaba caer las palmas sobre sus rodillas”. La Madre Aixe era modelo de eficacia y diligencia. La abuelita de todas era la Madre Sierra. La Madre Basallo se encargaba de que nunca faltara material en las aulas: lápices de colores para las grecas y hojas de cuadritos milimétricos, donde debían caber las perfectas letras de molde. La Hermana Oña vigilaba el transporte y era una maquinita de trabajo. La Hermana Ramos, simplemente, estaba siempre contenta. Casi hubo un motín cuando la Madre Sagüillo fue regresada a España, pues era nuestra adoración. Éstas fueron las primeras. Ya habían cambiado sus hábitos oscuros por telas livianas y blancas, más acordes con el trópico donde les tocaba trabajar.

En poco tiempo, nos volvimos a mudar. Las alumnas se multiplicaban, como los panes y los peces de Jesús. Esta vez fue a Cerro Quintero, la colina donde ahora se distingue orgulloso el nuevo edificio. Estrenamos la hermosa Casa Principal, con sus soleados salones de vista al jardín y una piscina que era todo un lujo.

Estudiando con ahínco, pintando grecas fabulosas y recibiendo clases “de formación”, fuimos avanzando poco a poco en las materias del programa oficial, mejorado con lo que las Madres consideraban indispensable: Religión e Inglés Complementario. Fortalecimos así, estudiando, el grupo privilegiado de las primeras, siempre vigilado con amor por las maestras y las Madres del Colegio.

Usábamos, para proteger nuestros impecables jumpers de cuadritos y las pecheras de las camisas blancas del uniforme, delantales que llamaban babies, de variados colores y con las letras de nuestros nombres primorosamente bordadas en el pecho. En los recreos, parecíamos bandadas de aves escandalosas que mezclaban sus colores en el patio.

En la piscina de la Principal recibimos nuestras primeras clases de natación, con traje de baño de faldita y gorro de goma, para no tapar los desagües con los cabellos de tantas niñas que se remojaban en sus aguas. También aprendimos a bordar; en punto de cruz primero, y luego practicamos otros puntos diferentes, mejorando la técnica, en pequeños pañitos que algunas conservan todavía. No podían faltar las manualidades, en las que destacaban diferentes tipos de macarrones pintados con témpera.

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Mientras nuestra democracia daba traspiés, y el país se hacía más rico y crecía desordenadamente, nosotras vivíamos en un mundo aparte, privilegiado. No teníamos que llevarnos tareas a la casa; las hacíamos en el Colegio, pues estudiábamos en dos turnos. Salíamos a las 11 y media de la mañana, almorzábamos en nuestras casas y volvíamos al Colegio a las 2 de la tarde. Claro, las que vivían muy lejos tuvieron que quedarse seminternas y comían, entre otras cosas, hamburguesas con salsita vasca de tomate y caraotas blancas.

Es sorprendente que todas recordemos con detalle lo que nos daban a la hora de la merienda: las jarras de Mañanita y las galletitas que en el centro tenían un suspiro color pastel, sustituidas luego por galletas María. También los desayunos de avena que parecía engrudo o lo que nos daban cuando nos preparábamos para la Primera Comunión: un cambur con una tajada de queso blanco.

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Ante La Toluca

Al volver de unas vacaciones, encontramos grandes cambios en el Colegio. Las Madres habían comprado la quinta La Toluca, de estilo señorial, con la Virgen en la redoma de la entrada. Desde su jardín se divisaba una vista privilegiada de la cordillera. Luisa escribe: “¿Recuerdas las terrazas con jardineras de La Toluca, que daban hacia el CADA de Las Mercedes, con sus pérgolas de hierro colado como para que treparan las matas y formaran una especie de emparrado, adonde supuestamente nos llevaban a la hora de la gimnasia, pero que en la práctica eran los ‘salones de fumadores’? Hoy en día, con lo que he visto, me impacta recordar que en verdad eran preciosas, y es una pena que no se pudieron preservar… ¿Y el salón de La Toluca, con ese ventanal impresionante desde el cual se veía el Ávila, lindísimo, en donde nos reunían para recibir clase de religión con el padre agustino?”

Como siempre, nosotras, las mayores, fuimos las primeras en mudarnos a la casa nueva. Allí comenzó nuestra adolescencia, y con ella el bachillerato. De esa casa querida están más claros nuestros recuerdos. Graciela dice: “Al llegar Semana Santa nos reunían en el salón principal de La Toluca y nos ponían la película Marcelino Pan y Vino. Siempre la misma película en blanco y negro, y siempre sentíamos la misma impresión cuando el Cristo le hablaba a Marcelino”. También pasaban películas de Marisol, que de tanto repetirlas nos sabíamos sus canciones de memoria. Luisa recuerda que las proyectaban en: “… una habitación que quedaba a la derecha de una sala con la pared forrada de machihembrado… donde ponían unos bancos de madera… creo que también nos pasaron una de Joselito, además de un disco que no estoy segura si era sobre el 19 de abril o algo por el estilo”.

Allí funcionaba, como dice Carolina, la “policía de casquetes” dirigida por la Madre Sanz. Ella, por su pequeña estatura, se paraba en lo alto de la imponente escalera para supervisar la fila de entrada a clases, y esto después que descubrió cómo Jueny, que era muy alta, la había engañado más de una vez enrollando el cinturón del uniforme en su cabeza para simular que llevaba su casquete puesto.

Los infaltables yaquis

En el patio de recreo, jugábamos yaquis, perinola, palitos chinos o diferentes estilos del juego de “la eres”. En la cercanía de la Navidad, Sonia y su grupo tocaban cuatro y patinábamos en patines de cuatro ruedas. Hacíamos el peligrosísimo “látigo”, del que la última de la línea, más de una vez, salió volando para estrellarse estrepitosamente. Otras veces arriesgamos la vida, lanzándonos por la bajada que daba al CADA a velocidades supersónicas. En el patio se desarrollaron también los grandes pleitos, como la venganza de Ana María devolviendo una cachetada a Leonor. Muchas pensamos que Ana María no sobreviviría.

Aunque estábamos la mayor parte del tiempo en La Toluca, era en el teatro natural del jardín de la Casa Principal donde hacíamos nuestras representaciones. Nuestros padres y compañeras más pequeñas eran el público cautivo, que siempre aplaudía extasiado con nuestros actos. ¿Cómo olvidar el baile de indios, que fue tan bueno que lo repetimos para los niños del Hospital Ortopédico Infantil? ¿O el del Pájaro Guarandol, con Carolina de brujo? ¿O la trenzada con cintas del Sebucán? ¿O la tarantela en primer año, que bailaban de pantalones quienes eran delgadas y en falda las más gorditas? Anita Méndez era siempre la solista en los bailes. Fueron muchas actuaciones, y en todas gozamos un puyero, tanto en las prácticas como en la representación final, bajo las inmensas ramas del árbol de caucho del jardín.

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Nuevas Madres aparecieron a nuestro alrededor: la querida Madre Baró, la temida Madre Sanz, la Madre Doménech, de privilegiada puntería con las tizas cuando hablábamos en clase; la Madre Manzanero, la Madre Morán y la Madre Ferrán; la Madre Sahagún, la Hermana Ribas, la Madre De La Hoz; la Madre Fernández la buena y la Madre Fernández la mala. “Si no, ¿cómo las diferenciábamos?”, dice María Bernarda. Todas ellas pendientes siempre de nosotras, las primeras, las consentidas.

El Colegio siguió creciendo con nosotras en una Caracas bucólica, donde se vivía una vida tranquila de pueblo grande. Pero el mundo entero experimentaba un cisma generacional. La década crucial de los sesenta había comenzado con el Concilio Vaticano II, el del papa Juan XXIII. Casi se desata una guerra mundial por los misiles de Nikita en Cuba. Los Beatles revolucionaron la música y el modo de vivir de la juventud. Aparecieron los hippies. En cine se estrenaba 2001: Odisea del Espacio, de Stanley Kubrick, que preparaba al mundo para la llegada del hombre a la Luna. Estaban de moda el Arte Pop y la Psicodelia. La guerra de Vietnam se desarrollaba ante nuestros ojos en flamantes televisores blanco y negro, mientras Fidel Castro apadrinaba la guerrilla en Venezuela y al Che Guevara.

Aquí, igual que en otras partes, estaban de moda la minifalda y los hot pants. Muchas nos maquillábamos como la Twiggy con los cosméticos de su mentora, Mary Quant, la diseñadora de aquellas prendas. Era frecuente que recogiéramos los ruedos del uniforme para hacerlo minifalda, y que las Madres los descosieran en la fila antes de entrar a clases.

Troy Donahue

Desmayábamos por Troy Donahue, el doctor Kildare (Richard Chamberlain) y Ben Casey. En el cine vimos Un hombre y una mujer, Los amantes deben aprender y Bonnie and Clyde. Bailábamos con Tom Jones y con los Carpenters. Escuchábamos, naturalmente, música de los Beatles. Carolina recuerda: Gracielita me dijo que la primera vez que oyó I want to hold your hand de los Beatles fue en la quinta Gladys, en Primer Año. Lo que no me dijo fue en el radio de quién. En dicha casa, los refrescos de las máquinas costaban un medio. ¡Qué horror!” Cantábamos de memoria las canciones del Festival de San Remo, que nos hizo conocer María Elvira en discos recién llegados de Italia. En español también había temas de moda. Sabíamos al dedillo las canciones de Los Tres Tristes Tigres, como Solo otra vez, Dun dun y Matrimonio. O los éxitos de Enrique Guzmán: Despeinada, Tu cabeza en mi hombro, La plaga y Acompáñame, que cantaba con Rocío Dúrcal. O la famosa Cuéntame de Fórmula Uno, o Diana de César Costa y Magia blanca del Trío Venezuela. Son inolvidables también las Agujetas de color de rosa de los Hooligan, y Los 007 con sus éxitos: Detén la noche y El último beso. Aquella música nos hacía gritar, con Cherry Navarro, ¡Aleluya! Muchas fuimos a ver y compramos los discos de Viva la gente.

Los ojos de Ana María

Comenzamos a cumplir quince años. Muchas de las celebraciones son dignas de recordar, como el baile de Isabelita Itriago, de disfraces; el de María Elvira, el de las Otamendi, el de María Teresa y María Adela y, por último, por ser de las menores, el de Ana María, que fue con crinolinas y cuadrilla. Ésta quedó tan buena que después la repetimos en la tarima del cine Altamira, pero no con los varones como pareja, sino con algunas de nuestras compañeras vestidas con pantalones. Las fiestas de Goldy y las reuniones en casa de María Elvira y en la de las Febres Cordero, como los autocines, los primeros drive-in, los paseos a la playa y las excursiones con distintos grupos de muchachos, ocupan nuestra memoria.

Esto ocurría mientras nos convertíamos en mujeres, que crecían en experiencia protegidas por el Mater Salvatoris. Fuimos a una sesión memorable en el Congreso de la República. Asistimos a sesudos cine-foros en el Colegio San Ignacio, pero también a sus emocionantes desfiles para contemplar a los varones. Con frecuencia nos escapábamos hasta el CADA a ver y dejarnos ver, y los muchachos sacaban de sus casillas a la Madre Sanz, pasando en atronadoras motocicletas por el Colegio a la hora de salida, o llamándonos a gritos desde la bomba Shell y enviándonos mensajes desde los jardines vecinos. Comenzaron los primeros romances, muchos de ellos solamente chispazos de lo que sería el verdadero amor. Hoy en día se mantienen, sin embargo, unas cuantas familias fundadas en aquellos amores precoces.

El profesor Rafael Bredy

Mientras tanto, nuestros queridos profesores de bachillerato nos hacían trabajar en serio y aprender, a pesar de toda nuestra rebeldía. Entonces no reconocíamos sus esfuerzos; hoy los apreciamos en todo su valor. ¿Cómo no recordar a la buena de la profesora Ordóñez, o a la González de Castellano? ¿O a Ostos: “Nos vemos en agosto”? ¿O al profesor Contreras que nos puso sobrenombres a todas; a Escalante, todo un caballero; o a Bredy con las leyes de la herencia? ¿A la profesora Chata, o la Lumpuy y su Psicología? ¿O a Rosa Méndez, de Matemáticas, con la que si no tenías el cuaderno a punto te perdías la ecuación, y que siempre comenzaba: “Como decíamos en la clase anterior”? ¿O, torturándonos con la Química, a la Zulueta: “Conmigo pasa el que puede”? ¿O al profesor Mulet, con su humor catalán, en el Laboratorio de Física? Cuando nos castigaban por quejas de los profesores, pasábamos la mañana del sábado estudiando, sentadas en una mesa vigilada por la Madre Sanz o con la Doménech, y no sabíamos con cuál de las dos era la cosa peor.

Eran temibles los exámenes finales. Venían entonces jurados del Ministerio de Educación con profesores desconocidos, y teníamos que hacer prueba escrita y luego oral por orden alfabético. Cuando había laboratorio, también presentábamos prueba práctica. Las materias como Inglés Complementario y Religión no se reparaban; si te raspaban, tenías que repetir.

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Al llegar a Cuarto Año ya nos habían hecho pruebas psicológicas para orientar nuestra vocación, y tuvimos que tomar la decisión de estudiar Ciencias o Humanidades. Ni siquiera esa vez nos separamos pues, aunque algunas habían llegado al colegio más tarde que la mayoría y otras pocas habían tenido que irse, formábamos un grupo muy unido de compañeras, siempre amigas.

En Latinoamérica estaba en su apogeo la Teología de la Liberación. Los dulces padres agustinos que hasta ese momento nos habían educado, y tratado por todos los medios de instruirnos en religión comparada, pasaron a la historia, suplantados por jesuitas que traían ideas revolucionarias. Luisa recuerda con detalle que en Cuarto Año tuvimos una muy controversial “Semana Social”: “…un sacerdote… vino con dos o tres muchachos que se sentaron atrás con unos cuadernos, en donde estuvieron tomando notas todo el día… [El sacerdote] ofreció y encendió varios cigarrillos y se los pasaron a las que fumaban, cosa que me dejó en shock. A continuación comenzó una charla incendiaria, que puedo resumir que iba por la línea de que todos los males del hambre y la miseria se debían a que nuestros padres eran parte de una sociedad ‘asesina’ (sic)… En dos platos, nos dijo que teníamos que rebelarnos contra las ideas que regían a nuestros padres… El segundo día lo dedicó… a darnos una amplia y completa instrucción acerca de la vida sexual y conceptiva en los términos aprobados por la Iglesia… El tercer día fue muy interesante, porque usaron los comentarios y argumentos de todas, que habían sido debidamente recogidos en los apuntes que tomaron los muchachos, y al mejor estilo de los programas de ‘lavado cerebral izquierdista’, los voltearon de tal forma que muchas salieron de allí impactadas… La consecuencia directa de lo acontecido en esa semana social fue la entrada del inefable padre Gazo, en todo lo relativo a la formación religiosa y actividades espirituales del Colegio”.

El Mater nos brindó una completa instrucción religiosa. Asistíamos a convivencias que discutían temas conmovedores, visitábamos barrios que despertaban nuestro sentido social y, por supuesto, hacíamos retiros espirituales. Fuimos a uno en el Convento de la Iglesia de La Concordia, en el que lloramos muchísimo. Creo recordar que cuando terminó ese retiro la Madre Doménech habló con varias de las alumnas. Parecía haber notado en algunas de nosotras interés por la vida religiosa, o por lo menos nos propuso que pensáramos en ello. Dos o tres lo pensaron seriamente, y sólo una decidió tomar los hábitos aunque luego, como todas sabemos, los dejó.

El guión del retiro en Los Chorros

Más adelante, fuimos a un retiro en Villa Manresa, la casa de los jesuitas en Los Chorros. Hasta allí llegaron los muchachos del San Ignacio y nos dieron una serenata a medianoche, acompañados por los aullidos de los perros de la casa. Luisa recuerda: “En ese retiro, el padre Gazo nos lleva a una terraza… y entre gallos y medianoche nos explicó, con pelos y señales, cómo funcionaban todos los métodos anticonceptivos. Es más, allí fue donde me enteré de que la Iglesia se oponía a la T de cobre, porque eso no es considerado un anticonceptivo sino más bien un abortivo, pues destruye los óvulos, fecundados o no”. En cambio, Carolina dice: “Yo sólo me acuerdo de que cuando terminaron la charla de anticonceptivos, Evangelina preguntó: ‘Lo que no entendí es lo de la taza de café. ¿Eso es antes o después de?’ Y le contestaron a una sola voz: ‘En vez de’. Éramos todas unas inocentes criaturas en lo referente a métodos, pastillas y T de cobre. Por cierto, lo del padre Gazo en una terraza hablando de métodos anticonceptivos, ni me lo imagino. Yo como que me quedé dormida”.

Lo que sí recuerda Carolina son las parejas casadas del Movimiento Familiar Cristiano, que fueron a La Toluca a hablarnos de sus experiencias: “Una pareja dijo que se casó de estudiantes, y que lograron sortear todos los problemas porque se amaban. Otra, esperó a graduarse, tener empleo y casi que casa antes del matrimonio. Lograron esperar por el amor que se tenían, y en eso parecía residir todo el asunto. Pero los problemas de todos los días, lo que tiene de difícil el matrimonio, si lo tocaron, no me acuerdo. O, como dice Luisa, en esa edad uno sólo ve la parte que le interesa: que se amaban”.

Durante nuestro paso por el Colegio ganamos indulgencia plenaria, pues hicimos los nueve Primeros Viernes. Primero comulgábamos en la Iglesia de la Guadalupe y después en Santa Eduvigis, donde vimos cómo pintaban en las paredes las impresionantes escenas del Via Crucis. Graciela escribe: “Todo el colegio se trasladaba en autobuses desde Las Mercedes hasta Santa Eduvigis, porque no teníamos iglesia para la misa y la comunión. Era una mañana de fiesta la de ese paseo en autobús. Hoy en día hubiera sido imposible, con la inseguridad y el tráfico de Caracas, atravesar media ciudad”.

Distintivos de la Congregación Mariana y las Guías

Fuimos las fundadoras de la Congregación Mariana en el Colegio, portadoras de alegría e ilusión. Asistíamos algunos sábados, vestidas de blanco con el uniforme de gimnasia y una banda azul cielo en la cintura, llenas de santidad y medallas de la Virgen, para ocuparnos en obras sociales. Carolina recuerda que con la Congregación hicimos “la primera y única excursión mixta que tuvimos”, unas catorce horas en autobús “que a nosotras se nos pasaron entre cantos, echar broma y dormir. Además estábamos con los muchachos y había más de qué hablar… En el camino a la sierra, el inmenso autobús no podía dar la curva de una vez, y hacía dos o tres intentos hacia delante y otros tantos hacia atrás en cada curva, y nosotras, asustadas… El cursillo era en un convento y nuestro cuarto daba hacia una ventana de la capilla. De noche, la luz y sombra de las velas nos hacía temblar. No había agua caliente; bañarse era un acto de valor. Como sólo había un baño teníamos horario y, claro, los muchachos no podían bajar de noche para usarlo; no sé cómo hacían. Nosotras, con el susto de las velas, ni nos movíamos… En el Pico Bolívar gozamos. Jugamos con nieve y a muchos nos dio mal de páramo, pues corrimos y saltamos. Nos llevaron a San Javier del Valle Grande, donde están las aspas del avión…”, en el que murieron los muchachos del Colegio San José de Mérida en 1950. En ese paseo gozamos más de lo que rezamos.

También formamos por aquella época patrullas de Guías de nombres olvidados, con corbatines, estandartes, insignias y demás. Así disfrazadas, fuimos a varias excursiones, como una al Ávila donde la Madre Manzanero cayó por un barranco y se fracturó un brazo.

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Las vacaciones de 1967 comenzaron con un terremoto. El 29 de julio tembló la tierra de Caracas, de una forma que presagiaba la conmoción que se nos vendría encima con el fin de nuestros días en el Colegio. Poco después, comenzaríamos el Quinto Año, el último.

El día del Mater Salvatoris, hicimos el desfile de las profesiones, en el que representamos lo que supuestamente íbamos a estudiar. La creatividad superó esa vez al desfile anterior, cuando habíamos hecho, con vestidos fabulosos, el recorrido de la moda en la historia, desde la Edad de Piedra hasta el año 2000. Este tema de la moda causaría polémica, porque casi todas queríamos graduarnos de traje largo y las Madres se negaban, considerando que eso era “una ostentación y un lujo”. A regañadientes, nos mandamos a hacer cortos los trajes blancos, perpetuándose así la lucha infinita por la altura de las faldas.

 

Bachilleres en Ciencias

 

Bachilleres en Humanidades

 

Los preparativos del grado, la ansiedad por el futuro, los temidos exámenes, las tareas y la muy ocupada vida social llenaron esa época de expectativas. Muchas de las despedidas nos hicieron llorar. Hubo palabras que nunca olvidaremos, como las de la Madre Doménech:

Habéis pasado por el colegio, como las pioneras de todo; dejan una estela de alegría y ejemplo de unión que siempre os ha caracterizado. ¡Qué grupo tan unido y estupendo han sido siempre! Algunas de vosotras habéis empezado más tarde, pero habéis formado con las demás una sola alma y un solo corazón… Seguid como habéis sido siempre: la alegría del colegio, la alegría de donde estéis, que es el reflejo de Dios en vuestra alma… y no olvidéis vuestra canción: vuestra juventud es bella, tenéis un ideal, sed luz, guía, iluminad.

Finalmente, llegó el día: el de la graduación. Nos despedimos, con lágrimas en los ojos, de la Virgen del Mater Salvatoris en misa celebrada por el Padre Gazo, muy emotiva con la bendición de las medallas y los anillos de grado. Algunas los mandaron a hacer con la medida del ancho del dedo de los novios, por lo que hoy en día deben valer una fortuna.* Entramos al acto, una vez más protegidas por el inmenso árbol de caucho de la Casa Principal, del brazo de nuestros orgullosos papás y llevando rosas en las manos. Recibimos de las de la Madre Baró nuestros diplomas de Bachiller, vestidas con los obligatorios trajes cortos. Como era de esperar, dimos picón. Más nunca ninguna de las chicas Mater se graduó sino de traje largo. Luego de escuchar el discurso de orden del profesor Contreras Pulido, cerraron el acto las palabras de María Enriqueta, encargada de despedirnos del Colegio.

Nos fuimos, pero el Mater Salvatoris quedó en nosotras. Somos la Primera Promoción, las precursoras. Teníamos el mundo entero por delante para hacerlo mejor. ¶

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*Como es natural, María Elvira regaló su anillo a Rafael Sánchez, su esposo, su novio de entonces. Éste lo llevaba puesto en una excursión al cerro Ávila, seguramente pensando en ella mientras lo hacía girar en su dedo anular. En una de las pensativas vueltas, el anillo se le salió cayendo al suelo y por más que se desesperó buscándolo no pudo encontrarlo. Tuvo que dar la mala noticia a María Elvira y le ofreció mandar a hacer uno nuevo, lo que ella rechazó pues ya no sería el verdadero. Meses después la llamaron del Colegio; alguien había llevado hasta allá el anillo con su nombre, otro excursionista que lo encontró en otra expedición y caballerosamente lo restituyó al leer en él que era del Mater Salvatoris.

 

Nacha Sucre

Caracas, 16 de julio de 2008.

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AGRADECIMIENTOS

Estos recuerdos fueron recuperados gracias a la sorprendente memoria de Carolina Ponte de Baquero, Luisa Rangel de Amengual, Graciela Sucre de Behrens, María Bernarda Martínez de Arrieta, María Enriqueta Faría Yaber, María Elvira Madriz de Sánchez, Beatriz Vizcarrondo Carvallo y María Adela Iribarren de Troconis.

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