Tomado de ProdavinciCultura

 

Sobre “Ficciones asesinas”, de Krina Ber

 

La autora

 

por Silda Cordoliani

 

  1. Sobre la autora

Le he seguido la pista a Krina Ber desde su primer libro, Cuentos con agujeros. Para entonces conocía a grandes rasgos el recorrido vital de la escritora, así que cuando llegué a la última página no pude evitar decir en voz alta: “¡Es un milagro!”. Algo que no he dejado de repetir cada vez que me aproximo a su obra.

Mi primera lectura de Ficciones asesinas fue hace casi dos años, cuando fui jurado del Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana. Y no sé si le pasa igual a otros que han tenido la experiencia, pero una de las cosas que más me entusiasma de ser jurado es la posibilidad de reconocer a un autor a partir de su escritura. A las pocas páginas sabía que se trataba de una mujer y que tenía un sólido oficio narrativo, sospechaba también que no era muy joven. Se me ocurrieron varios nombres, pero aquel cierto alejamiento del narrador –que viene dado por un lenguaje extremadamente cuidado y transparente–, el cálido humor y los visos constantes de ternura, me llevaron a Krina Ber. Además, tuve otra razón (un tanto caprichosa, lo reconozco) para insistir en su nombre al encontrarme con la perturbadora tensión sexual que empieza a crearse entre dos personajes de la tercera edad, pues en ese momento evoqué a otra polaca, la premio nobel Olga Tokarczuk en su novela Sobre los huesos de los muertos.

Si alguna duda me quedaba a la altura del capítulo 22, esta se disipó por completo cuando la gran protagonista de la historia confiesa que acabó «con el resto del vodka».

 

  1. Sobre una distopía que no es tal

Ficciones asesinas tiene mucho de thriller, pero sobre todo de novela distópica, dos géneros recurrentes de la literatura venezolana reciente. Uno y otro encuentran tierra fértil en tiempos convulsos, de miedos, de incertidumbres. Para la literatura, lo distópico funciona como espita ideal por donde dejar escapar los gases fétidos que nos ahogan.

La novela se desarrolla en una ciudad que jamás se menciona, aunque los nombres de sus calles puedan resultarnos demasiado conocidos. Una ciudad en constante estado de sitio, drásticamente dividida en zonas. A la brecha entre castas sociales, determinada por las diferentes zonas, se suma una brecha generacional, porque en este “lugar imaginario” solo han quedado los muy jóvenes y los ancianos.

En medio de este entorno tan sombrío –que quizás a alguien le haya sonado algo familiar– se despliega una trama destinada a desmantelar otro siniestro plan de «GOB» (como se denomina al gobierno), donde las complicadas artes del hackeo toman lugar fundamental. Y como parte del tejido de la anécdota también se desarrolla un juego de identidades que va desde las voces de dos narradoras distintas, hasta los insólitos alias en Twitter y WhatsApp de los vecinos del conjunto residencial en el que se ubica gran parte de la acción; pasando, por supuesto, ¡y cómo no!, por las tres personalidades que conviven en el héroe de esta historia, Luca Bambino.

Si bien este juego de identidades le sirve a la autora para afincar la idea de que no siempre lo que vemos es lo que es, también apunta a darle cuerpo al “mundo absurdo” que insiste en crear o, más bien, “recrear”. Y digo “recrear” porque, acostumbrados como estamos por estos lares a toparnos a cada paso con todo tipo de sinsentidos, el absurdo es ya parte de la más normal cotidianidad.

Por eso me pregunto hasta qué punto ese absurdo constante en hechos, situaciones e incluso personajes de esta novela sea algo especialmente destacable para el lector local. Ni siquiera sacándolo del contexto real para convertirlo en ficción literaria, a los venezolanos nos puede sonar descabellado que los vecinos de un edificio hagan fila en el sótano para llenar baldes de agua, ni que los viajeros del metro tengan que transitar en la oscuridad de un túnel sobre los rieles del tren, ni el completo silencio informativo, ni las restricciones en las comunicaciones, ni el control absoluto del gobierno sobre los ciudadanos, ni siquiera la imposibilidad de salir del país o los abuelos encargados de terminar de criar a los nietos. Es decir: que ya vivimos inmersos en la supuesta distopía de Ficciones asesinas, y que nada me extrañaría si dentro de algún tiempo esta novela es catalogada como literatura realista.

Aún más: si algún estudioso actual o futuro me preguntara sobre un libro capaz de documentar la realidad de la sociedad venezolana de nuestros días, es este el primero que le mencionaría. Y no solo porque aireé de manera tan atinada nuestra insensata y disparatada vida cotidiana, social, política, sino por hacerlo libre de exhortos, de dramatismos o tragedias, y hasta con frecuentes toques de humor y pícara ironía, tal como en verdad, los que aquí estamos, solemos superar, con cierta dignidad, las contingencias del día a día.

 

  1. Sobre ancianos sexis y heroicos

Ya he dicho que la novela nos ubica en una sociedad de abuelos y nietos; es decir, de viejos y de jóvenes no mayores de veinticinco o treinta años.

Los hilos de la acción descansan en dos parejas correspondientes a cada una de estas dos etapas de la vida, que se conocen y enamoran en el transcurso de unos pocos días. Aunque, para ser justos, en verdad la pareja central de esta historia es aquella que ya ha cruzado la línea de los setenta. Unos ancianos vitales, inteligentes, dispuestos y aptos para vencer cualquier obstáculo: Elizabet Rosenberg y el misterioso vecino italiano todavía musculoso y sexi, Luca Bambino. A ellos se les suma un tercer personaje, imprescindible para el desenlace final, que también responde a ese patrón etario y que es la verdadera narradora de esta historia.

Y si me parece importante destacar los muchos años de vida de los protagonistas principales es porque para la narrativa venezolana (por no hablar de más allá) resulta una novedad muy provocadora. Solo se me ocurre un antecedente que no estoy segura pueda ser comparable, pues Viejo, de Adriano González León, va por un camino diferente: el de los estragos de la decrepitud masculina.

Como acotación a esta parte, recordemos que no solo nos ha tocado un mundo con una esperanza de vida bastante superior a la de décadas pasadas, sino también un país que ha visto incrementar en poco tiempo el porcentaje de su población mayor de sesenta años, por obvias razones: la migración de las generaciones posteriores.

 

  1. Sobre una arquitecta que es escritora 

Si bien pareciera que Krina Ber no requirió de mucha imaginación para crear el dislocado escenario en el que se desarrolla su thriller, sí tuvo necesidad de ella al momento de concebir y articular su trama, de dar sentido y coherencia a cada uno de los elementos que la conforman. Por un lado está el complot destinado a un lento proceso de exterminio de una parte de la población y el complejo plan informático para desmantelarlo; por otro, la tóxica comunidad del conjunto residencial en que viven los protagonistas; luego, los cuatro personajes principales, donde la edad de los dos fundamentales exige también un pasado que modele su presente. De ellos, el más escabroso, claro está, es Luca Bambino con su desorden de personalidades múltiples, un claro desequilibrio mental gracias al cual se logra poner un poco de orden al caos circundante.

Y por sobre todo esto, la gran estructura que sostiene el relato de principio a fin: esa voz narradora que descansa solo cuando le da espacio a Elizabet al citar largos párrafos de su diario, y que se descubre plenamente hacia el final de la novela, cuando –como dijimos– se convierte en un personaje más, encargado de cerrar el único punto aún en suspenso.

Como uno sabe que además de escritora Krina Ber es una arquitecta con muchos años de ejercicio en grandes proyectos, inevitablemente tendemos a relacionar este oficio con la planificación del relato y la perfecta armazón argumental de sus historias. No obstante, ella misma se ha encargado de echar abajo tan obvia asociación. «Me han dicho muchas veces que se nota que soy arquitecta por la estructura ‘impecable’ de mis cuentos –afirma–, y eso es una mentira enorme porque no hay ni un solo cuento que yo haya escrito sabiendo adónde iba». Sin embargo, yo insisto: porque aunque el relato no esté previamente concebido en su contenido y forma, la mente experta en cálculo, diseño, dibujo estructural y sobre todo lógica, de ninguna manera puede ser ajena a la construcción de sus historias, y eso es evidente.

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Inicié estas palabras afirmando que Krina Ber era un milagro; pero no porque ella comenzara a escribir a los cincuenta años en una lengua que empezó a aprender a los veintisiete. El milagro está en que en dos décadas ha sido capaz de construir una obra narrativa impecable y particular. El milagro está en haberse convertido en uno de los mejores narradores venezolanos del siglo XXI. ¶

[Texto leído en la presentación de la novela, el 18 de mayo de 2021]

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