Una entre mil boutades

 

A las Hormigas

Jorge Luis Borges Acevedo (1899-1986) fue el secretario de actas y cronista del universo entero. Sus temas: la memoria, los sueños, los dobles, los espejos, los laberintos, los dioses y la divinidad, las religiones, la traición y la muerte violenta, el pensamiento, los libros—preferentemente esotéricos—, el infinito y, ocasional y discretamente, el amor de hombre y mujer.

Sus narraciones son también ensayos filosóficos o artículos; se dice que es el creador de todo un género nuevo: la filosofía de ficción. Pero también se le atribuye la primera obra de realismo mágico: Historia universal de la infamia (1935); así lo declaró el crítico Ángel Flores, la primera persona que empleó el término.

El método de Borges incluye la invención de escritores que nunca existieron, para plantear en sus obras imaginarias los asuntos que le apasionan. Alguna vez admitió que la holgazanería le prescribía esa técnica; en lugar de escribir un tratado él mismo, le era más fácil crear un personaje que lo hubiera hecho y comentarlo. Puede habérsele pasado la mano: por mucho tiempo creyó bastante gente que Adolfo Bioy Casares, su amigo y socio de aventuras editoriales—la colección policíaca del Séptimo Sello, por ejemplo—era un invento de Borges.

La escala de sus textos es la de Chopin en su música; piezas cortas. Su labor es la de un joyero. Es difícil pensar en otro escritor que lograra más con la simple conjunción de adjetivo y sustantivo: oblicuo alfil, heterogéneas fatigas, tenue armamento, pronunciación incurable, vademecum sedoso… El suyo es un lenguaje compacto y preciso, como un bisturí o pincel fino. Tiene palabras favoritas: tenue, arduo, fatiga, fatigar, e imágenes que también repite: “Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado”, en El jardín de senderos que se bifurcan, y “la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí”, en El Sur. Cuando hace poemas rompe la frase para preservar la consonancia de los versos, aun entre estrofas. (Ver las tres primeras del Poema de los dones, pág. 56). Con gran frecuencia construye las ideas con negaciones y dobles negaciones; en lugar de decir “Todo ejercicio intelectual es finalmente inútil”, escribe “No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil”, y prefiere, a decir “más pesada”, poner “Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día”, o el uso elegante de adverbios: “no es menos anterior y común que mi divulgada novela”.

Encuentra ideas que no se nos ocurrirían: “Pensar es olvidar diferencias”, “una divinidad que delira”, “es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo”, “Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio. Afirmar que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles”.

La lectura de Borges es vertiginosa; exige atención hacia un autor que no es pedante aunque sea extraordinariamente culto. Los autores que cita, cuando no los ha inventado, y sus obras son mencionados porque la escritura lo exige, no para humillar a quien lo lee. Por fortuna, es capaz de un humor también extraordinario: Pierre Menard, autor del Quijote, por ejemplo, o El Aleph. La declaración que abre Las palabras y las cosas, el libro más importante de Michel Foucault, reconoce: “Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento—al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía—, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro”. Ese texto es El idioma analítico de John Wilkins pero, profundamente argentino, Borges pensaba que su mejor cuento era El Sur, una tragedia repentina e imprevisible que deviene de concatenaciones insignificantes.

Mario Vargas Llosa dijo de él: “Borges es uno de los más originales prosistas de 
la lengua española, acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX”. Menos dubitativo, otro Premio Nóbel, Gabriel García Márquez, asentó: “Borges es el escritor de más altos méritos artísticos en lengua castellana”. Pero quizás haya sido el tributo más honesto el de Julio Cortázar, que una vez dijo a un periodista que buscaba malquistarlo con Borges al contraponerlos políticamente, algo que pudieran haber dicho todos los autores del Boom Latinoamericano: “No hay nada que yo haya escrito que no hubiera escrito antes Jorge Luis Borges”.

Borges era, para muchos, un conservador antidemocrático. Él mismo dio pie a esta interpretación al cerrar su introducción a La moneda de hierro con estas palabras: “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística”. Resollaba por la herida que el peronismo—”no es ni bueno ni es malo, es incorregible”—había infligido a su patria; nunca admitió dictadores. En verdad, todo gobernante le era incómodo: “Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos”. Por supuesto, fue siempre un enfant terrible presto a la boutade.

En suma, una elegante inteligencia literaria: prodigiosa, pedagógica, paciente. No era Borges arrogante ni creía haber alcanzado la certidumbre que elude a los hombres: “La duda es uno de los nombres de la inteligencia”.

Ése era el hombre que leerán ahora.

luis enrique ALCALÁ

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Alguna vez pretendí usar su estilo; el año cuando conocí a mi esposa, deslumbrado por su belleza navideña que me dolía, me refugié en lo contrario tres días después de haberla visto, magnífica: de un blazer azul marino salía una camisa roja, y de sus blue-jeans zapatos negros de tacón alto con punta desnuda. Entonces ensayé esta profanación:

Borgiana

27/12/76 5:55 p. m.

Bastantes años hace que en mi cuarto, recostado sobre el lecho y fijos los ojos en algún punto de la habitación, ese punto me decía algo. Me gritaba que tenía una forma especial y única, lo que le daba derecho a ser visto, a ser amado por al menos una mirada y registrado al menos por una memoria.

Me he cruzado muchas veces con los mismos reclamos. Reflejos en la cóncava pared de una copa, minúsculos granos de ceniza que adoptan una presuntuosa disposición, una hoja disimulada entre muchas que la esconden…

Dejo de lado las cosas obvias, las que todo el mundo ve, aquellas de las que todos hablan y dicen que son bellas. Las que me han llamado con urgencia, rogándome que las preserve en mi memoria, no son de las que pueblan poemas y canciones: alguna llave huérfana que ignora su puerta, una piel que nunca visitará la tersura, una sombra aun menos hermosa que su dueño, el cuadro de un pintor sin talento, una media rota, una ventana siempre clausurada.

Todas ellas, y muchas más que no he visto, componen nuestro universo junto con las que siempre son cantadas. Tengo la tenue esperanza de que las que yo no haya notado puedan exigir alguna vez los ojos de un viajero. Y de no ocurrir ese accidente imprescindible, guardo un último deseo: que mi rostro refleje para otro esos recuerdos antes de que mi tránsito termine.

LEA

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