Cortesía de Alicia Ponte Sucre de Vanegas
Emilio Lara, 7 de julio de 2022
Septiembre olía a libros nuevos recién forrados. Comprábamos los manuales del colegio en una papelería cercana a casa, en una calle del casco histórico donde flotaba el olor medicamentoso de una farmacia y el de café y dulces de una cafetería-confitería de setentera modernidad. Los libros de texto que necesitábamos tres hermanos eran muchos y copioso el desembolso económico, lo que exigía forrarlos con plástico transparente para conservarlos en buen estado. Mi madre cumplía el rito estacional a lo largo de una tarde. Era mañosa con las tijeras y efectuaba aquel trabajo con dedicación y eficacia, haciéndole a los libros un lifting preventivo para alargar su lozanía, protegiéndolos del manoseo y del acarreo en carteras de cuero y macutos deportivos.
En mi calle existía un taller de encuadernación del que éramos clientes. El locuaz artesano, que llevaba un sobretodo gris que le otorgaba un digno aspecto menestral, se había seccionado la primera falange de un dedo con la guillotina que manejaba con profesionalidad jacobina. De niño, me gustaba escuchar las conversaciones de los mayores en aquel obrador que olía a cola caliente, a piel y a papel satinado. Me encantaba observar el cosido de los libros y las prensas verticales bajo las que se colocaban los volúmenes. Los instrumentos y aparejos que parecían propios de verdugos y de médicos de la Edad Media servían para darles prestancia a libros y a colecciones de revistas, encuadernados con guardas y tejuelos. Pero el summum para mí era ver manejar con delicadeza los librillos de pan de oro destinados a embellecer las encuadernaciones más caprichosas.
“A los lectores enviciados, a los bibliófilos empedernidos, nos encanta observar la cirugía plástica a la que los técnicos de conservación someten a los incunables”
También conocí de chico unas imprentas que parecían supervivientes de la Revolución Industrial, con el estruendo que formaban unas viejas máquinas que obligaba a elevar la voz para entenderse. Los operarios, cigarro en boca, apretaban aparatosos botones, manejaban palancas y transportaban los grandes pliegos imprimidos. La tinta, espesa y de varios colores, olía fuerte, y el olor a papel caliente, recién salido de las entrañas de aquella ruidosa maquinaria, tenía para mí un aroma tan delicioso como el del pan recién sacado del horno de una tahona. Sigo pensando igual, y eso que soy comilón.
El mundo de las imprentas ha experimentado una supersónica evolución. Las que conocí de pequeño conservaban muebles llenos de tipos móviles de metal y mantenían cierto aire decimonónico. Las de ahora, controladas por ordenadores, tienen máquinas de diseño minimalista, propias de películas de ciencia ficción, e imprimen libros mucho más bellos que los de antes. En este gremio, como en tantos otros, cualquier tiempo pasado no fue mejor.
Todo lo dicho anteriormente está vinculado al nacimiento de los libros y a los afanes por preservarlos del desgaste, a prolongar su vida con tratamientos rejuvenecedores. A los lectores enviciados, a los bibliófilos empedernidos, nos encanta observar la cirugía plástica a la que los técnicos de conservación someten a los incunables, a los libros de singular valor, así como el exquisito cuidado con el que los manipulan: con guantes de látex y movimientos a cámara lenta. Visitar una exposición histórica que incluya libros antiguos restaurados es una gozada para quienes los amamos, y no hay simulación por ordenador ni documental, por muy vistoso que sea, que supere el placer de ver, tras una vitrina, un libro con hojas de pergamino o papel. Y no creo que sea un caso de fetichismo, sino de voyeur de la belleza.
El género de libros que hablan de libros es un clásico al que no podemos resistirnos los bibliófagos. Vayamos a ello.
“Me captó de tal manera que no había metadona en botica para desengancharme de los atracones de su lectura”
Con La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, necesité tres acometidas. Cuando María José me lo regaló le hinqué el diente y no superé las cincuenta páginas. Meses más tarde volví a la carga y tampoco sobrepasé aquella frontera de hojas, pues no le veía la gracia al best seller. Tiempo después claudiqué ante su embrujo. A la tercera fue la vencida, pues lo leí de manera desprejuiciada. Me captó de tal manera que no había metadona en botica para desengancharme de los atracones de su lectura. El Cementerio de los Libros Olvidados —una especie de biblioteca subterránea que da asilo a libros preteridos o que nadie quiere leer— no sólo constituyó un hallazgo narrativo y emocional de primera magnitud, sino que se convirtió en un icono literario, en el espacio simbólico de una Barcelona goticista y dickensiana sumida en la niebla, de una ciudad más real incluso que la existente. Esto no sólo demuestra que los libros tienen su momento idóneo para leerlos —encajando con nuestros biorritmos— sino que hay que hacerlo desprovistos de anteojeras. A propósito del magnum opus de Ruiz Zafón, Sergio Vila-Sanjuán, en su Barcelona, la ciudad de los libros (publicación que recoge una conferencia suya impartida en la universidad de Harvard), no sólo ensalza su valor literario y éxito mundial, sino que explica que la idea del cementerio de los libros olvidados se le ocurrió al escritor barcelonés mientras visitaba unos enormes almacenes de libros viejos en Los Ángeles. Es inevitable acordarse del sorprendente final de En busca del arca perdida, cuando los chupatintas del servicio secreto de EEUU deciden guardar la caja que contiene el Arca de la Alianza en un inmenso almacén, entre miles de cajas apiladas, condenándola a un ostracismo burocrático.
El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte, probablemente sea la mejor novela sobre pasión libresca que se haya escrito. Su elaborada y perfecta trama detectivesca nos introduce en los circuitos comerciales internacionales de la compraventa de libros de singular valor, nos muestra la artesanía elevada a arte de la restauración de libros y reivindica la sostenida emoción —nacida en la infancia y adolescencia— que produce la narrativa de aventuras, tan vilipendiada hasta anteayer por los culturetas que piensan que los géneros literarios tienen edades y fechas de caducidad.
“El exitazo del libro estriba en injertar emociones en la narración de la historia del libro en la Antigüedad, en intercalar en sus páginas experiencias vitales de la autora”
La librería, de Penelope Fitzgerald, es la seductora historia de una mujer empeñada en abrir una pequeña librería en un pueblo reacio a la existencia de dicho negocio. La voluntariosa y perseverante protagonista mantiene una sorda pugna con los puritanos habitantes, refractarios a cualquier cambio en la localidad, sobre todo si los promueve una forastera. Me gusta la sobriedad narrativa, la complejidad psicológica de los personajes —incluida la niña redicha que ayuda a la librera—, la ambientación histórica y el perturbador clima moral generado en un pueblecito de idílica apariencia. Isabel Coixet hizo una delicada y muy British adaptación cinematográfica de la novela, cambiando su final.
Compré El infinito en un junco, de Irene Vallejo, al poco de ponerse en venta. A María José le gustaron el título y la portada, y se lo apropió. Quedó tan fascinada por su lectura que me comentaba cada día algún pasaje, y como ella lo saboreaba pasaba sus páginas no a velocidad de autovía, sino de carretera comarcal que atraviesa bonitos paisajes. Cuando por fin lo cogí, le di la razón. El exitazo del libro estriba en injertar emociones en la narración de la historia del libro en la Antigüedad, en intercalar en sus páginas experiencias vitales de la autora —dramáticas y felices—, en dotar a las historias relatadas de cierta intriga y, también, en su estilo narrativo libérrimo, tan alejado de los encorsetados ensayos académicos producidos habitualmente por la universidad española (fruto de un rígido y anacrónico sistema de valoración de méritos investigadores). Irene Vallejo forma parte de la magnífica generación de jóvenes ensayistas españoles (merecedora de un estudio) que, desde hace unos pocos años, escribe unas obras caracterizadas por el original enfoque, la libertad creativa y un vasto conocimiento de lo publicado en otros países.
Es curioso: me gustan las películas de ciencia ficción pero no los libros sobre ella. Uno de sus títulos clásicos que leí de joven fue Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, y todavía me acuerdo del impacto que me produjeron los hombres-libro, las personas encargadas de memorizar una obra literaria para que su memoria no se perdiera en aquella dictadura buenista donde los libros estaban prohibidos. La película de François Truffaut se ha quedado viejuna, aunque merece la pena verla por la música de Bernard Herrmann, la belleza de Julie Christie y la escena de la mujer que se quema a lo bonzo junto a su amada biblioteca antes de entregársela a los bomberos, porque éstos son unos pirómanos literarios, las escuadras de asalto de aquel mundo distópico.
“En mi cabeza conviven las tres bibliotecas de las casas donde he vivido. Dos de esas bibliotecas ya no existen, pero en mi memoria aún soy capaz de encontrar el lugar exacto de muchos libros”
En mi cabeza conviven las tres bibliotecas de las casas donde he vivido. Dos de esas bibliotecas ya no existen, pero en mi memoria aún soy capaz de encontrar el lugar exacto de muchos libros que cohabitan en sus fantasmales estanterías. Cada una de ellas se formó gracias a las expediciones a librerías para encontrar nuevas adquisiciones, pues el apetito lector es insaciable: tiene principio pero no fin. Alberto Manguel, en Mientras embalo mi biblioteca, atina al decir que cada biblioteca es autobiográfica. Esa obra la escribe con motivo de una mudanza que apareja desarmar su biblioteca, lo que implica no sólo la pesarosa y pesada tarea de empaquetar los libros, sino sobre todo la voladura controlada de un espacio físico, de un sereno ambiente donde uno ha sido feliz. Juan Bonilla refleja a la perfección la pasión cazadora que nos devora en La novela del buscador de libros, y Andrés Trapiello, en El Rastro, también expresa la emoción del descubrimiento de joyitas bibliográficas en los puestos del Rastro madrileño, ese singular mercadillo dominical madrileño donde puede encontrarse de todo y que no tiene parangón en ninguna otra ciudad, al igual que sucede con la Feria del Libro celebrada en el Retiro, donde los libros huelen al verdor de los árboles y pasear entre las casetas hace que la vida no sea una elegía, sino una celebración.
Antonio Muñoz Molina, en Un andar solitario entre la gente, dice que los judíos piadosos no tiran los libros religiosos deteriorados por el uso de años y los entierran en cementerios específicos mediante un ritual determinado. Me gusta esa práctica. Dignifica el final de un libro al otorgarle un trasunto de vida biológica, de algo que está llamado a morir de pura vejez. A fin de cuentas me parece mejor que arrojar los libros inservibles o que no nos gustan a un contenedor de reciclaje, lo cual me da mucha lástima. Queda el recurso de regalarlos para que otro los aproveche, hacer un hatillo con ellos y donarlos a alguna biblioteca que les dé asilo político o practicar el BookCrossing (lamento el palabro), consistente en abandonar un libro en un lugar público para que alguien lo recoja y, tras leerlo, haga lo mismo. Este fenómeno, que puede parangonarse con una rueda de reencarnaciones del poseedor de un libro, me produce cierta melancolía, y hasta el momento no he dejado olvidada aposta una novela en un banco de la calle, en el metro o en la sala de un hospital sin acto seguido escabullirme con sentimiento de culpa.
“Los científicos explican que los libros antiguos, debido a la degradación del papel, huelen a vainilla y a almendra”
Cuando un libro se moja mucho y se seca al sol se queda abarquillado y las páginas adquieren una textura hojaldrada. En la laberíntica biblioteca que imaginó Umberto Eco en El nombre de la rosa debía haber volúmenes así, y también otros olorosos a moho, comidos por la humedad, y las estancias debían atufar a sebo de velas. Prefiero los placenteros olores de las viejas bibliotecas conservadas en los archivos públicos, instituciones eclesiásticas y prestigiosas universidades, con libros encuadernados en piel de becerro y maderas nobles abrillantadas con cera de abeja donde reinan el tiempo detenido y el silencio de la paciente inteligencia.
Los científicos explican que los libros antiguos, debido a la degradación del papel, huelen a vainilla y a almendra, sobre todo aquellos que, en la Edad Moderna, se fabricaban con la ropa vieja. Por eso, al entrar en bibliotecas de fuste, nos deleitamos con el aroma que desprenden los viejos volúmenes al igual que, al visitar bodegas, disfrutamos con el aroma de las barricas donde envejece el vino. A fin de cuentas, la literatura tiene la facultad de embriagar los sentidos sin dejar resaca.¶
Emilio Lara (Jaén, 1968), doctor en Antropología, Licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario y Premio Nacional Fin de Carrera, profesor de Geografía e Historia de Enseñanza Secundaria. Es autor de la novela La cofradía de la Armada Invencible (Edhasa, 2016) y El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa, 2017), Premio Andalucía de la Crítica de Novela. Su última novela, Tiempos de esperanza ganó el Premio de Narrativas Históricas Edhasa 2019. Su última novela es “Centinela de los sueños”.
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Addendum de la redacción del Blog:
El escritor Umberto Eco pertenece a esa pequeña clase de eruditos que son enciclopédicos, perspicaces y no aburridos. Es dueño de una gran biblioteca personal (que contiene treinta mil libros) y divide a los visitantes en dos categorías: los que reaccionan con “¡Guau! Signore, professore dottore Eco, ¡qué biblioteca tiene! ¿Cuántos de estos libros ha leído?” y los otros, una minoría muy pequeña, que entienden que una biblioteca privada no es un apéndice para aumentar el ego, sino una herramienta de investigación. Los libros leídos son mucho menos valiosos que los no leídos. La biblioteca debe contener tanto de lo que no sabe como sus medios financieros, las tasas hipotecarias y el mercado inmobiliario actualmente ajustado le permitan poner allí. Acumulará más conocimientos y más libros a medida que crezca, y el creciente número de libros sin leer en los estantes le mirará amenazadoramente. De hecho, cuanto más sepa, más grandes serán las filas de libros sin leer. Llamemos a esta colección de libros no leídos una antibiblioteca”.
― Nassim Nicholas Taleb, El cisne negro: El impacto de lo altamente improbable
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