Como pez en el agua

Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta. Javier Marías

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Soy una lectora insaciable que se zambulle muy profundamente en los libros. Los enamoramientos, de Javier Marías, me gustó e impresionó mucho, tanto que para mí es el mejor libro que he leído este año. Lo más atrayente fueron las posibilidades e ideas que me transmitió mientras leía con voracidad su prosa erudita y mágica. Cuando no estaba leyendo, me perseguían los atormentados pensamientos de los personajes. Los acontecimientos de la trama fueron pocos, pero con tanto significado que el autor llenó cuatrocientas y una páginas de texto sin desperdicio alguno. El que haya sido escrito originalmente en mi lengua, por autor tan culto y penetrante, de inteligencia a la vez poderosa y fina, con tan extenso vocabulario, me proporcionó un placer desacostumbrado.

El día que terminaba la lectura de la novela, ya de noche, se desplomó un gran mueble que estaba colgado en la pared de mi cocina. Mi marido y yo nos salvamos por un tris de morir aplastados, y lo que Marías me había hecho entender cambió mi conciencia acerca de la muerte. Su aproximación a este tema es tanto inusual como realista. Los sentimientos y pensamientos que describe, perfectamente humanos, nos asombran por su sinceridad y crudeza.

“Tal como han ido las cosas, debe estar revolviéndose en su tumba”, sin aceptar del todo que nadie levanta la cabeza nunca ni se revuelve en su tumba ni se entera de lo que pasa en cuanto expira. Es como pensar que a quien aún no ha nacido le pudiera importar lo que sucede en el mundo más o menos. A quien todavía no existe le es todo tan indiferente, por fuerza, como al que ya se ha muerto. Ninguno de los dos es nada, ninguno posee conciencia, el primero no puede ni presentir su vida, el segundo no está capacitado para recordarla, como si no la hubiera tenido. Están en el mismo plano, es decir, no están ni saben, aunque nos cueste admitirlo, qué me importaría a mí lo que ocurriese una vez me hubiera ido. Sólo me cuenta lo que ahora veo y preveo…

Javier Marías logra hacernos pensar lo inverosímil: que algún muerto tuviera la posibilidad de regresar. ¿Cuáles serían esas circunstancias?

…pero su reaparición(…) está de sobra, su resurrección supone un verdadero incordio, un gran problema, una amenaza de catástrofe y de ruina, de nuevo el hundimiento del mundo en el colmo de la paradoja:  (…) Aquí se ve claramente que, con el paso del tiempo, lo que ha sido debe seguir siendo o debe seguir habiendo sido, como sucede siempre o casi siempre, así está concebida la vida, de manera que lo hecho nunca pueda deshacerse ni desacontecer lo acontecido; los muertos han de permanecer en su sitio y nada debe rectificarse.

¿Sería una alegría para nosotros o nos causaría desasosiego, por pensar lo menos? El autor pone al descubierto, crudamente, el egoísta sentido de supervivencia que todos guardamos en lo más hondo.

Nos permitimos añorarlos porque vamos sobre seguro con ellos: perdimos a tal persona, y como sabemos que no va a presentarse ni a reclamar el lugar que dejó vacante y que ha sido rápidamente ocupado, somos libres de añorar con todas nuestras fuerzas su vuelta. La echamos de menos con la tranquilidad de que jamás van a cumplirse nuestros proclamados deseos y de que no hay posible retorno, de que ya no va a intervenir en nuestra existencia ni en los asuntos del mundo, de que ya no va a intimidarnos ni a cohibirnos ni a tan siquiera hacernos sombra, de que ya nunca será mejor que nosotros. Lamentamos sinceramente su marcha, y es cierto que cuando se produjo queríamos que hubiera seguido viviendo; que se hizo un hueco espantoso, y aún un abismo por el que nos tentó despeñarnos tras ellos, momentáneamente. Eso es, momentáneamente, es raro que esa tentación no se venza. Luego pasan los días y los meses y los años y nos acomodamos; nos acostumbramos a ese hueco y ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que el muerto volviera a llenarlo, porque los muertos no hacen eso y estamos a salvo de ellos, y además ese hueco se ha cubierto y por lo tanto ya no es el mismo y ha pasado a ser ficticio. (…) Pero no hay muerte que no alivie algo en algún aspecto, o que no ofrezca alguna ventaja. Una vez acaecida, claro está, de antemano no se quiere ninguna, probablemente ni la de los enemigos.

¿A quiénes lloramos? ¿Cómo los lloramos? He aquí la taxonomía propuesta en la novela:

Se llora al padre, por ejemplo, pero nos quedamos con su herencia, con su casa, su dinero y sus bienes, que tendríamos que devolverle si regresara, poniéndonos en un aprieto y causándonos desgarradora angustia. Se llora a la mujer o al marido, pero a veces descubrimos, aunque tardemos un tiempo, que vivimos más felices y desahogados sin ellos o que podemos empezar de nuevo, si todavía no somos demasiado mayores para eso: la humanidad entera a nuestra disposición, como cuando éramos muy jóvenes; la posibilidad de elegir sin cometer viejos errores; el descanso de no tener que soportar las facetas de él o de ella que nos desagradaban, y siempre hay algo que desagrada de quien está siempre ahí, a nuestro lado o enfrente o detrás o delante, el matrimonio circunda, el matrimonio rodea (…) Y por supuesto que se llora al amigo (…) pero también en eso hay una sensación grata de supervivencia y de mejor perspectiva, de ser uno quien asista a la muerte del otro y no a la inversa, de poder contemplar su cuadro completo y al final contar la historia, de encargarse de las personas que deja desamparadas y consolarlas. A medida que los amigos mueren uno se va sintiendo más encogido y más solo, pero a la vez va descontando, “Uno menos, uno menos, yo sé lo que fue de ellos hasta el último instante, y soy yo quien queda para contarlo. A mí en cambio nadie me verá morir a quien yo le importe de veras ni será capaz de relatarme entero, luego en cierto sentido estaré siempre inacabado, porque ellos no tendrán la certeza de que yo no siga vivo eternamente, si caer no me han visto”.

Javier Marías se sumerge y se recrea en el tétrico tema mortuorio con prosa magistral. Nos enseña cómo la forma en que algunos mueren cambia la percepción que tenemos de ellos, su recuerdo y la imagen que guardamos de su vida. Creo que eso es cierto y sé que nunca me había percatado de tal verdad.

Hasta cierto punto era como si su muerte anómala hubiera oscurecido o borrado todo lo demás, eso ocurre a veces: el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuro o tan trágico — en ocasiones tan pintoresco o ridículo, tan siniestro —, que resulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla o contamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existencia previa y en cierto modo la prive de ella, algo de lo más injusto. La muerte chillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, que cuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese dato último anulador, o pensarla de nuevo en los largos tiempos en que nadie sospechaba que pudiera ir a caerle tan abrupto o pesado telón. Todo se ve a la luz de ese desenlace, o, mejor dicho, la luz de ese desenlace es tan fuerte y cegadora que impide recuperar lo anterior y sonreír en la rememoración o el ensueño, y podría decirse que quienes así mueren más profunda y cabalmente, o quizá es doblemente,  en la realidad y en la memoria de los demás, porque esta es una memoria para siempre deslumbrada por el hecho estúpido clausurador, amargada y distorsionada y también acaso envenenada.

Sus personajes nos hacen sufrir hasta las lágrimas, pero también nos dan asco y hasta miedo. Mientras describe los sentimientos extremos que arrastra la muerte, nos enfrenta a la realidad con un cinismo que estremece. Lo más inquietante es darse cuenta, con horror, que más de una vez hemos tenido esos pensamientos y sentido lo mismo que sus personajes.

Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tira de quien padeció la desgracia, quiero decir que no le permite salirse como quien abandona un teatro, a no ser que el desgraciado se mate.

Después de tratar a fondo el tema de la muerte, la trama de la novela nos lleva al delicado contenido del enamoramiento. El autor deconstruye el sentimiento y las implicaciones que trae a los involucrados ese estado de ánimo que, por fortuna o por desgracia, no dura mucho tiempo. Nos da a entender que no todo el mundo es capaz de sentir el arrebato y desquiciamiento momentáneo que esto implica. Piensa que algunos no tienen esa capacidad, que en determinados casos ha desestabilizado familias, países y ha llegado a causar guerras, incontables desgracias y muerte.

Para mí es el único modo de reconocer ese término que todo el mundo emplea con desenvoltura pero que no debería ser tan fácil puesto que no lo conocen muchas lenguas, sólo el italiano además de la nuestra, que yo sepa, claro está que yo sé pocas… Tal vez el alemán, la verdad es que lo ignoro: el enamoramiento. El sustantivo, el concepto; el adjetivo, el estado, eso sí es más conocido, por lo menos el francés lo tiene y el inglés no, pero se esfuerza y se acerca… Nos hacen mucha gracia muchas personas, nos divierten, nos encantan, nos inspiran afecto y aún nos enternecen, o nos gustan, nos arrebatan, incluso nos vuelven locos momentáneamente, disfrutamos de su cuerpo o de su compañía o de ambas cosas… Hasta se nos hacen imprescindibles algunas, la fuerza de la costumbre es inmensa y acaba por suplir casi todo, incluso por suplantarlo. Puede suplantar el amor, por ejemplo; pero no el enamoramiento, conviene distinguir entre los dos, aunque se confundan no son lo mismo… Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos (…) Lo logran los hijos, dicen, y no tengo inconveniente en creerlo, pero ha de ser de una índole distinta, son seres desprotegidos desde que aparecen, desde el primer instante, la debilidad que nos traen debe de venirnos ya impuesta por su indefensión absoluta, y al parecer permanece… En general la gente no experimenta eso con un adulto, ni en realidad lo busca. No aguarda, es impaciente, es prosaica, quizás ni si quiera lo quiere porque tampoco lo concibe, así que se junta o se casa con el primero que se le aproxima, no es tan extraño, esa ha sido la norma durante toda la vida, hay quienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de las novelas. Sea como sea, ya la tenemos, la invención, la palabra y la capacidad para el sentimiento.

El tema que titula la novela, el enamoramiento, llega, por fin, a desarrollarse con todo detalle. El autor nos enfrenta de nuevo con sentimientos que nos ruborizan. Nos hace pensar en la entrega absoluta de libertad que involucra la pasión. Las bases tan profundas que puede resquebrajar el estar enamorado.

Ha estado enamorado

Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para fijar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta o transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar. De pronto nos apasionan cosas a las que jamás habíamos dedicado un pensamiento, cogemos insospechada manías, nos fijamos en detalles que nos habían pasado inadvertidos y que nuestra percepción habría seguido omitiendo hasta el fin de nuestros días, centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan más que vicariamente o por hechizo o contaminación, como si quisiéramos vivir en una pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajeno de ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamos temporalmente en suspenso o en un segundo lugar, y de paso descansamos de él… Tal vez es excesivo expresarlo así, pero nos ponemos inicialmente al servicio de quien nos ha dado por querer, o por lo menos a su disposición y la mayoría lo hacemos sin malicia, esto es, ignorando que llegará un día, si nos afianzamos y nos sentimos firmes, en que él nos mirará desilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo que antaño nos suscitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él haya cambiado de tema ni éstos hayan perdido interés. Será sólo que hemos dejado de esforzarnos en nuestro entusiasta querer inaugural, no que fingiéramos y fuéramos falsas desde el primer instante.

Igualmente, el amor por los hijos es disecado por Javier Marías, saltándose de lugares comunes en este tema frecuentemente tratado de forma empalagosa.

Los hijos dan mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena, permanentemente,  y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean mayores, y eso se dice menos. Ves su perplejidad ante las cosas y eso da pena. Ves su buena voluntad, cuando tienen ganas de ayudar y de poner de su parte y no pueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromas elementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también sus ilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, su incomprensión, sus preguntas tan lógicas, y hasta su ocasional mala idea. Te la da pensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que se enfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndolo y no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desde el principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismos disgustos y descubrimientos, más o menos, eternamente?

El libro nos hace temblar cuando confronta sentimientos paralelos, y nos hace comprobar aterrados que, así como la demencia puede nacer del sentimiento de estar enamorado, el odio puede llevar a acciones tan trastornadas y extremas como aquél.

…hay quien lleva todas las de perder en su enemistad o su odio hacia otro, quien carece de poder y de medios para eliminarlo y al lado de éste se asemeja a una liebre tratando de atacar a un león, y no obstante ese alguien saldrá victorioso a fuerza de tenacidad y falta de escrúpulos y estratagemas y saña y concentración, de no tener más objetivo en la vida que perjudicar a su enemigo, desangrarlo y minarlo y después rematarlo, hay de quien se echa un enemigo de estas características por débil y menesteroso que parezca ser; si uno no tiene ganas ni tiempo de dedicarle la misma pasión y responder con igual intensidad acabará sucumbiendo ante él, porque no es posible combatir distraído en una guerra, sea declarada o soterrada u oculta, ni menospreciar al adversario terco, aunque lo creamos inocuo y sin capacidad de dañarnos, ni siquiera de arañarnos: en realidad cualquiera nos puede aniquilar, de la misma manera que cualquiera puede conquistarnos, y esa es nuestra fragilidad esencial. Si alguien decide destruirnos, es muy difícil evitar esa destrucción, a menos que abandonemos todo lo demás y nos centremos sólo en esa lucha. Pero el primer requisito es saber que esa lucha existe, y no siempre nos enteramos, las que ofrecen más garantía de éxito son las taimadas y las silenciosas y las traicioneras, como las guerras no declaradas o en las que el atacante es invisible o está disfrazado de aliado o de neutral…

Este libro, escrito por un madrileño nacido en 1951, hijo de un filósofo que emigró para sobrevivir a los Estados Unidos, donde permanecieron muchos años, es una novela-ensayo, modalidad muy importante en la narrativa europea actual. Su voz narradora, en este caso, es la de una mujer, María Dolz, con una feminidad diáfana a pesar de ser la primera vez que usa este recurso en alguna de sus muchas novelas. Javier Marías describe esta experiencia diciendo: “Las mujeres y los hombres somos diferentes en muchas cosas, pero no en la forma de pensar, observar y contar. Y eso es lo que hace un narrador. Las mujeres son tan distintas entre sí como los hombres. No fue un desafío [escribirla con voz de mujer]. Uno lleva toda la vida observando, y teniendo novias y amigas”.

Publicada en abril de este año, ya en octubre la novela ha sido traducida a dieciocho idiomas y la edición de Alfaguara ha vendido más de cien mil ejemplares. Es una novela compleja, con una narrativa ambigua y magnética que algunos han clasificado como hipnótica. Fue escrita, en esta era informática, ¡en una máquina de escribir eléctrica! Hay una burla a sí mismo cuando en Los enamoramientos, María Dolz, la protagonista que trabaja como editora, desprestigia a los escritores y sus malas mañas, y se burla de aquellos dinosaurios que aún escriben a máquina. Claro que no se atrevería a criticar a Marías, quien hoy en día es miembro de la Real Academia Española.

En la novela hay referencia a otros textos que iluminan la trama, como a la novela corta El coronel Chabert, de Balzac, y al pasado matrimonial de Athos en Los tres mosqueteros. Éstas le dan pie para sumergirse en la mente de los personajes que transforman una historia—que a causa de su nombre creíamos liviana, dedicada al excelente estado de ánimo de los enamorados—en una novela de gran profundidad y riqueza, enfocada desde muchos ángulos distintos. Como el mismo Marías refiere: “El amor parece justificarlo todo, lo bueno y lo malo. Es algo que ennoblece, pero se olvida que también envilece”. En otro lado enfatiza: “Puede llevar a las cosas más atroces”.

Es un libro con un tono sombrío, en general pesimista. La trama es secundaria, tratada como una atmósfera en la que interactúan los personajes. Ni siquiera devela los pormenores del hecho central. No llegamos a saber si en realidad aquel asesinato fue un asesinato. Sólo muestra las motivaciones que impulsan a los personajes, la incongruencia entre lo que dicen y hacen y sus pensamientos más íntimos y ocultos. Los trata de forma tal que cuando los leemos los percibimos como reminiscencias de nuestro propio subconsciente. Es también un libro sobre la impunidad y sobre la aterradora fuerza de los hechos que muchas veces nos sobrepasan; también sobre la imposibilidad de saber toda la verdad en su mínimo detalle, ni siquiera la nuestra, siempre fluctuante. NS

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