The New York Times en Español – Cuaderno de la crítica

La antiheroína del momento comete el peor pecado del que es capaz una madre: abandonar a sus hijos. Para muestra, el filme ‘La hija oscura’ y la novela ‘I Love You but I’ve Chosen Darkness’.

 

Por Amanda Hess

Illustraciones de Liana Finck

21 de enero de 2022

 

 

Hay muchas maneras de fracasar en la maternidad, o eso es lo que le dicen a una madre. Puede ser autoritaria o distante. Puede sofocar o descuidar. Puede ser madre de una manera tan específicamente terrible que se le asigne un arquetipo de mala mamá: la madre de escenario, la madre refrigerador, la mamá permisiva. Puede estar siempre pendiente, como una madre helicóptero, o llegar a la intimidación, como una madre sobreprotectora. Pero lo que no puede hacer, eso que es tan tabú que compite con asesinar a su descendencia, es irse.

La madre que abandona a sus hijos atormenta nuestras narrativas familiares. Se convierte en una figura espeluznante, como salida de un diario sensacionalista, una excepción exótica a la figura común del padre desobligado, o es un esbozo en el fondo de una trama en la que su ausencia le da al protagonista una historia de origen que lo impulsa. Esta figura suscita burlas (piensa en la delirante presidenta estadounidense interpretada por Meryl Streep en No miren arriba que se olvida de salvar a su hijo mientras huye del apocalipsis) o lástima (véase Madres paralelas, en la que una actriz abandona a su hija a cambio de pésimos papeles en programas de televisión). Pero últimamente la madre que desaparece provoca una nueva reacción: respeto.

En la película de Maggie Gyllenhaal La hija oscura, la madre que abandona es Leda (interpretada, a lo largo de dos décadas, por Jessie Buckley y Olivia Colman), una traductora prometedora que abandona a sus hijas pequeñas durante varios años para seguir su carrera (y para tener un romance con un experto en la obra de Auden). En Secretos de un matrimonio de HBO, una nueva versión en la que se invierten los roles de género de la miniserie de 1973 de Ingmar Bergman, la madre es Mira (Jessica Chastain), una ejecutiva de tecnología de Boston que vuela a Tel Aviv, Israel, para tener una aventura disfrazada de proyecto de trabajo. Y en la autobiografía ficticia de Claire Vaye Watkins, I Love You But I’ve Chosen Darkness, la madre es Claire Vaye Watkins, una novelista que deja a su bebé para fumar bastante marihuana, dormir con un tipo que vive en una camioneta y confrontar su propia crianza problemática.

En todos estos casos, los hijos no son abandonados del todo; quedan al cuidado de los papás y otros parientes. Cuando un hombre se va de esta manera, no es algo excepcional. Cuando una mujer lo hace, se convierte en un monstruo o tal vez en la antiheroína de una oscura fantasía materna. El feminismo ha dado opciones a las mujeres, pero una elección también representa una exclusión, y las mujeres, como personas que son, no siempre saben lo que quieren. A medida que estas protagonistas lidian con sus propias decisiones, también chocan con los límites de esa libertad, lo que revela cómo las elecciones de las mujeres rara vez cuentan con el apoyo social, pero siempre son juzgadas con severidad.

Una madre que pierde a sus hijos es una pesadilla. El título de La hija oscura hace referencia en parte a un incidente de este tipo, cuando una niña desaparece en la playa. Pero una madre que abandona a sus hijos es un sueño diurno, una vida alternativa imaginada pero reprimida. En And Just Like That, la continuación de la serie de televisión Sexo en la ciudad, Miranda, quien ahora es madre de un adolescente, ofrece un consejo a una profesora que está considerando tener hijos.

“Hay tantas noches en las que me encantaría ser jueza y llegar a una casa vacía”, dice.

En Instagram, el retocado espejismo de la maternidad está siendo desafiado por muestras de cruda desesperación. La cuenta del grupo Not Safe for Mom, que divulga confesiones de madres anónimas, palpita con amenazas vacías de rechazo al rol materno como: “¡Quiero estar sola! ¡¡No quiero preparar tu almuerzo!!”.

Estar sola es el sueño razonable y funcionalmente imposible de la madre. Sobre todo en tiempos recientes, cuando las vías de escape han quedado canceladas: escuelas y oficinas cerradas, guarderías suspendidas, trabajos perdidos o abandonados en la crisis. Ahora la casa nunca está vacía, y tampoco puedes irte. Durante una pandemia, una chica de clase media intrépida aún puede “tenerlo todo”, siempre y cuando pueda manejar el trabajo y los hijos al mismo tiempo, desde una sala de estar sin leyes ni normas que se respeten.

Las cartas sobre la mesa: batallo con el borrador de este ensayo en mi teléfono mientras mi bebé sin pantalones —que no puede volver a la guardería en 10 días porque a alguien le dio covid— lucha una batalla incansable para quedarse con mi dispositivo, ponerlo junto a su oreja y decir güeno. Me encanta, me molesta y me involucra mientras me pregunto si su dependencia no será atribuíble a algún defecto parental, acaso relacionado con mi propio uso constante del teléfono.

¿Quiero abandonar a mi hijo? No, pero recién me acostumbro al estado mental de una mujer que sí. El académico de Auden en La hija oscura (interpretado, en un acertado casting, por Peter Sarsgaard, el marido de Gyllenhaal), seduce a Leda con una cita de Simone Weil: “La atención es la forma más rara y pura de generosidad”. Atención es una palabra cargada: puede significar cuidar a otra persona pero también una concentración mental potente, y un padre rara vez puede ejecutar ambas definiciones al mismo tiempo.

Leda desea prestarle atención a su trabajo de traducción pero también desea que alguien le preste atención a ella. Para ser francos, quiere trabajar y tener sexo. A menudo en estas historias ambas cosas se unen en una fusión hiperindividualista de arribismo profesional romántico. En Secretos de un matrimonio, Mira planea decirle a su hija “Tengo que irme de trabajo, lo cual es verdad”, sólo porque ha organizado una obligación profesional para facilitar su amorío con un empresario de una compañía emergente israelí. Su droga de entrada al abandono es, como suele pasar, un viaje de trabajo. Mira se descarrila la primera vez en una fiesta en bote de la empresa; Leda saborea la libertad en un congreso de traducción; Claire se embarca en un tour de presentaciones del que nunca regresa.

El viaje de trabajo es el Rumspringa —el periodo de experimentación adolescente— de la maternidad. Como una madre ave en ¿Eres mi madre?, una mujer tiene permiso de dejar el nido para buscar una lombriz, aunque alguien, en algún lado, esté notando su ausencia con la desaprobación de una institutriz. En el ensayo condenatorio de Joan Didion escrito por Caitlin Flanagan en 2012 que circuló de nuevo tras la muerte de Didion, Flanagan enfrenta a Didion por aceptar un trabajo cinematográfico al otro lado del país y dejar a su hija de tres años en Navidad.

Pero hay algo absurdo en presentar el trabajo como el escape último. Sólo es remotamente plausible si nuestra madre desesperada disfruta de una posición creativa de alto estatus (traductora, novelista, líder intelectual). Cuando otras madres de ficción se van, sus fantasías se revelan rápidamente como delirios. En la novela de Nicole Dennis-Benn, Patsy, una secretaria jamaicana abandona a su hija para ir en pos del sueño americano en Nueva York, solo para convertirse en una niñera que cuida a los niños de otra persona. Y en la novela distópica de Jessamine Chan The School for Good Mothers, Frida está sin dormir y sepultada en trabajo cuando deja a su hijo pequeño solo en casa durante dos horas. Aunque Frida siente “un placer repentino” cuando cierra la puerta detrás de ella, su vida de fantasía es breve y sombría: se escapa hasta su oficina, donde envía correos electrónicos. Por eso, la reclutan en un campo de reeducación para malas madres.

Cada una de estas madres ausentes tiene sus razones. El académico casado con Leda ha priorizado su carrera en detrimento de la de ella, y esto hace que sus decisiones sean entendibles e incluso provoquen empatía. Pero en I Love You but I’ve Chosen Darkness, Watkins no le da a su doble malvada ficticia circunstancias exculpatorias. Claire tiene una doula, guardería, un extractor de leche gracias al Obamacare, un empleo fijo prácticamente asegurado de por vida, varios terapeutas y el esposo más comprensivo del mundo. Cuando empieza a dormir en una hamaca en el campus, su esposo le dice: “Creo que es genial que estés siguiendo lo que dicta tu… corazón, o… lo que sea… que esté pasando”. Nada obvio le impide ser una madre capaz, pero, al igual que Bartleby, la dadora de vida en realidad preferiría no hacerlo.

Al dotar de privilegios a Claire, Watkins sugiere que hay cargas de la maternidad que no pueden resolverse con dinero, ni aligerarse con la ayuda del otro progenitor, ni curarse con la ayuda de un profesional de la salud mental. El problema es la maternidad en sí y su ideal de devoción total desinteresada. La maternidad había convertido a Claire en un “espacio en blanco”, una figura que “no parecía pensar mucho” y que “tenía dificultades para completar sus frases”.

Como descubren estas mujeres, su menú de opciones de vida no es tan extenso después de todo. Anhelan que les ofrezcan un puesto diferente: el de papá. Claire quiere “comportarse como un hombre un poco malo”. Cuando Mira se va de manera abrupta, le asegura a su esposo: “Los hombres lo hacen todo el tiempo”.

Estas mujeres pueden irse, pero no se salen del todo con la suya. Al final, Mira pierde tanto el trabajo como al novio y ruega porque le devuelvan su antigua vida. El abandono de Leda se vuelve un oscuro secreto en un thriller con un desenlace violento. Claire es la única que es curiosamente inmune a las consecuencias. Sigue sus impulsos egoístas hasta el desierto, donde pasa los días llorando y masturbándose sola en una tienda de campaña. Luego llama a su marido, que sale volando por ella, con todo y bebé feliz; al final, Claire reclama una vida en la que pueda “leer y escribir, dormir la siesta, dar clases, relajarse en una bañera y fumar”, y ver a su hija en los descansos. Al no imponer un castigo cósmico a Claire, Watkins se niega a facilitar el juicio del lector. Pero también hace que sea más difícil que nos importe.

Cuando estaba embarazada, yo también tenía una fantasía. En ella, estaba soltera, sin hijos, todavía era muy joven y vivía una vida alternativa en una camioneta en Wyoming. Leer I Love You but I’ve Chosen Darkness rompió el hechizo. Cuando leí que Claire fumaba marihuana en pipas de agua y tenía nuevas parejas sexuales, no me pareció un monstruo ni una heroína, sino algo quizá peor: era aburrida. A pesar de que estas historias intentan revelar las complejas verdades emocionales de la maternidad, se entregan a su propia ficción: ésa en la que una madre sólo se vuelve interesante cuando deja de serlo. ¶

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Amanda Hess es crítica para The New York Times. Escribe sobre internet y cultura pop para la sección de Artes y colabora regularmente con The New York Times Magazine.

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James Abbott McNeill Whistler: La madre del artista (1871), Musée D’Orsay

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