¿No le habían enseñado que el sufrimiento domina la existencia de todos los seres vivos y que su culminación es la muerte? ¿No es ésa la suprema ley de vida? Hasta en la naturaleza el drama está por doquier: el pájaro que muere en la boca de un depredador, las plantas que luchan entre ellas por un rayo de sol… tras todo paisaje idílico hay un combate desenfrenado y sin tregua, un imperio del dolor del cual es imposible concebir ni el origen ni el término. En el discurso de Buda no existe un dios salvador.
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Tres de nuestras Hormigas voladoras han visitado los antiguos predios del Dalai Lama, después de que los chinos los dominaran y lograran afear sus ciudades. Fue a partir de 1950—año en el que nacimos la mayoría de las Hormigas—, cuando comenzó el genocidio contra ese pueblo humilde de campesinos, orfebres, jardineros y tejedores. Usaron la fuerza bruta contra gente pacífica que vivía adorando a Dios sin hacerle daño a nadie, aislados entre las montañas más altas del mundo donde hasta el oxígeno es escaso. Los chinos tomaron posesión de ese agreste territorio, del tamaño de Europa occidental, con la excusa de protegerse de un supuesto ataque de los Estados Unidos por esa frontera.
Irrumpieron en el sacrosanto templo del Jokhang y se entregaron a una orgía de profanación, destrozando sus irremplazables tesoros. Durante varios días, aquellos fanáticos quemaron escrituras sagradas, decapitaron budas y descuartizaron cuadros. Acabaron por destruir parte del templo, por convertir las piezas restantes en un matadero de cerdos y por instalar su cuartel general en las capillas…
Las tres Hormigas voladoras visitaron Katmandú, la ciudad de los monos libres que roban a los humanos cada vez que pueden. La describieron como arquitectónicamente aplastada por los feos edificios chinos. Sus calles son un hervidero de gente, pululando en un gran mercado de tenderetes malparados, con una intrincada maraña de cables como techo. Allí sobreviven aún muchos tibetanos, que a pesar de la pobreza venden sus artesanías con ilusión, una sonrisa en la boca y paz en su alma.
…ningún régimen, y menos uno extranjero, puede imponer la felicidad. Ésta se encuentra en uno mismo, en el silencio, donde se halla el espíritu infinito, en la paz interior, a la cual sólo se llega cultivando el altruismo. La antigua civilización tibetana, venerando la sabiduría y la compasión como únicos bienes deseables, lo había entendido hacía siglos.
Ellos no pierden la esperanza de recuperar sus montañas sagradas, en libertad. Mientras, intentan superarse mostrando a los viajeros los bellos tejidos y preciosas artesanías que hacen con orgullo y con el claro propósito de mantener su cultura, costumbres y hábitos que los chinos, hasta ahora, no han podido cambiar. Está prohibido, por ejemplo, rezar en público, pero es común verlos tendidos en el suelo adorando a Dios.
La naturaleza parecía recordarle que, a imagen y semejanza de las estaciones, todo pasa y vuelve a pasar, tanto la pena como la alegría, la guerra y la paz. Que de nada sirve retener el instante. Porque sólo permanece la inmensidad del espíritu, espejo inmutable que recoge la forma cambiante de las apariencias.
En Lhasa pudieron apreciar más libremente la arquitectura tibetana de muchos colores, combinada con bronces que brillan al sol. Sus calles están bordeadas de flores y los pobladores visten también de colores tejidos, se escucha hermosos cantos y se siente todavía lo sagrado en el aire frío del Tíbet, a pesar de los ochenta y siete mil tibetanos que murieron en la rebelión de 1959 y del peso de la bota de la China Comunista que, todavía hoy día, hace abortar el tercer embarazo de cualquier madre tibetana.
El holocausto del Tíbet es el resultado de una pugna desigual entre la fuerza bruta de quien detenta el poder político y la protesta pacífica de un pueblo profundamente religioso.
Hay tristeza en la mirada de los pobladores por la libertad perdida, pero no falta la esperanza, porque gracias a su adorado Dalai Lama y a pesar de su destierro o, tal vez, gracias a él, su religión se ha extendido por el mundo y cada ves se conoce más la terrible injusticia y crueldad que se cometió con su pueblo.
Javier Moro demuestra su habilidad para captar el momento histórico y político y, a la vez, mostrarnos las bellezas naturales y misteriosas de ese paisaje desconocido. Nos introduce a dos personajes, uno femenino y otro masculino, que vivieron la etapa de la invasión. Con ese toque personal nos hizo más palpable la experiencia y nos enseñó a conocer mejor la bondad que emana de su cultura y religión. Se nota la pericia del escritor cuando nos describe, con crudeza y sin sadismo, las terribles torturas que vio y padeció la joven monja en la cárcel.
Mujeres que combatían por sus derechos, por sus tradiciones, por su país y por su religión. Indiferentes al desprecio y al escarnio, habían conquistado la igualdad. Desafiando la represión, se habían ganado el respeto y la veneración de sus compatriotas.
Nos resume, con multitud de detalles atrayentes, la historia que desconocíamos hasta ahora. La investigación que respalda la novela es, como ya nos ha acostumbrado este escritor, exhaustiva y muy amplia, lo que tal vez hace fríos los primeros capítulos pero, como es su estilo, la trama avanza y nos atrapa al adentrarnos en las intimidades de la vida de su personaje masculino y central, Tenzin Gyatso, el décimocuarto Dalai Lama, “Océano de sabiduría”; el líder religioso y político que, con la fortaleza de espíritu común en su cultura y con su política pacifista ante la barbarie, ha dado a conocer la masacre de su pueblo y se ha ganado el respeto del mundo por la fortaleza espiritual que lo caracteriza.
Tenzin Gyatso ha sabido inculcar a sus compañeros en el exilio la misión de proteger el alma de su país, a la espera de un hipotético regreso, sabedor de que si un pueblo lucha por su existencia, sólo puede vencer; que el sentimiento de amor a la libertad, inherente al ser humano, acaba por imponerse.
Todo el sufrimiento, la injusticia y la maldad termina borrada y eclipsada en la novela de Javier Moro, así como en la vida real, por las creencias filosóficas y religiosas del pueblo tibetano, por la bondad y la paciencia que son su fortaleza, por la política de no violencia adoptada por el gobierno en el exilio que muchos critican.
A los más jóvenes, que sueñan con armas y combates y que desprecian la política de no violencia que después de cuarenta años sigue sin dar sus frutos, el Dalai Lama les recuerda que, incluso en un Tíbet autónomo, la inmensa China seguirá siendo un potente vecino y que la sangre vertida será un obstáculo para la reconciliación.
“Ver al Dalai Lama es como ver al Papa”, dijo una de las Hormigas que tuvo esa suerte, “De él emana bondad y santidad”. Elizabeth prometió escribir con detalle su encuentro con el Santo y las peripecias de su aventura en la India. Publicaremos su texto oportunamente.
En principio quedamos en leer para la próxima reunión Nuestros años verde oliva de Roberto Ampuero pero, cuando el grupo lo comenzó, se incomodó con la historia por su relación con la política y la revolución cubana que nos es particularmente irritante. Se decidió entonces leer Pachinko de Min Jin Lee. En este caso es una historia de familia coreana-japonesa que no tiene nada que ver con nuestra triste realidad nacional.
La novela de Moro, Las montañas de Buda, publicada en 2004 por Seix Barral, gustó mucho y fue bien calificada por el Hormiguero con siete puntos sobre diez, en mayo del 2020, año de la pandemia del Corona Virus.
Como era de esperar, una de las Hormigas dejó olvidado el tapabocas…
NS
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Magistral minuta de este maravilloso libro !!! No la leí, sino la “degusté”………provoca seguir leyendo cada minuta!!!! Que privilegio contar con esta hormiga que recrea todos los encuentros y analiza con detalle cada libro que leemos!!!! Bravo, y GRACIAS!!!!!
Como siempre, tus minutas expresan no sólo el contenido del libro de una forma espectacular, sino el ambiente y descripción del grupo. Esto es un resumen de nuestras vidas entrelazadas para la posteridad. Gracias de nuevo por tu maravillosa pluma.
Insuperable
Nacha: a pesar de que no fui disfruté la tarde leyéndote.