
Procesión del Nazareno
Carmen estaba nerviosa; era tarde y no llegaría a tiempo para ver pasar la procesión del Nazareno de San Pablo.
Viéndose de reojo en el espejo, enderezaba las venas de sus últimas medias de seda negra con cuidado infinito, para no romperlas. Mientras, ensimismada, pensaba que la Cuaresma era el tiempo preciso para perdonar y hacerse perdonar. Pero ella estaba envenenada de furia y no podía perdonarse ni siquiera a sí misma por la rabia que sentía. Guzmán la había estado engañando con una cabaretera y no había tenido el valor de confesárselo, sino que había dejado que toda la ciudad lo comentara a sus espaldas.
Ese instante de crispación causó que enredase una de sus uñas en la fina media que cubría su pierna derecha, la que se rompió. Y mientras la delgada carrera bajaba lentamente por su pierna, lágrimas inmensas corrían indetenibles por sus ojos.
Llegó tarde a la esquina donde Marifina la estaba esperando. Estaba ofuscada por la carrera en altos tacones y el dolor de alma que traía. El Nazareno en persona la salvó de contestar las preguntas que veía en los ojos de su cuñada y amiga, ya que en ese momento su imagen bendita se hizo visible en la calle entrando con todo su esplendor, y los cánticos y oraciones impidieron cualquier oportunidad de conversación.
Carmencita sintió una emoción muy grande al ver a Jesús ensangrentado, rodeado de espléndidas orquídeas moradas, y una fe que era palpable en el ambiente de ese caluroso Miércoles Santo.
Los fieles cantaban en tono emocionado “Perdona a tu pueblo Señor”, caminando al paso pausado de la parihuela del Nazareno. Se veía muchos niños vestidos con túnicas moradas, caminando descalzos o en los brazos de sus padres. Mantenían los ojos, muy abiertos y brillantes, fijos en el Cristo que, vestido como ellos, expresaba un dolor inmenso doblado con el peso de la cruz y coronado de espinas.
Apretujada por la multitud y bañada de un sudor que pegaba el delgado vestido a su cuerpo, Carmen sentía que ya no podía más. En ese momento apareció tras su hijo la Madre Dolorosa, con su rostro desfigurado por el sufrimiento. Entonces Carmencita comenzó a llorar de nuevo, por ella y por todas las mujeres que como ella guardaban dolores inconsolables en sus corazones. A medida que la Virgen se acercaba a la esquina donde se encontraban, el padecimiento de Carmen crecía y su llanto aumentaba, hasta que los sollozos se hicieron desgarradores e incontrolables.
Marifina, alarmada, la tomó decididamente del brazo encaminándose hacia la iglesia de San Francisco. Se abrieron paso entre nazarenos de todas las edades, sorteando personas que avanzaban de rodillas y otras muchas que cargaban cruces de diferentes tamaños. Cruzaron la calle estrujadas por la multitud, que seguía el paso de la procesión portando velas encendidas y flores moradas en las manos. De pronto, se vieron interrumpidas en su camino por un grupo de muchachos fuertes y jóvenes, que solo traían un taparrabos blanco cubriendo su desnudez. Las dos amigas quedaron aterradas al ver cómo los penitentes, mientras escoltaban la imagen del joven San Juan, azotaban sus espaldas sin tregua, tiñendo de sangre la breve tela blanca que los cubría. Llegaron al fin frente a la iglesia y lograron ubicarse bajo las ramas de la antigua y gran Ceiba de San Francisco. La brisa del Este despeinó sus cabellos y alivió el sofoco que traían. Desde el promontorio donde se encontraban lograron ver cómo el Ávila, en todo su esplendor, rodeado por una tenue calina y alumbrado por la rosada luz del atardecer, iba tomando el color de la sangre, que esa tarde parecía ser la protagonista principal.
Carmen, distraída, recordó cuándo viera la montaña por primera vez. Fue el mismo día cuando conoció a Guzmán, y divisó el inmenso cerro reflejado en sus maravillosos ojos negros. Desde ese momento, ellos despertaron desconocidos sentimientos y turbadoras sensaciones cuando se fijaban en ella. Esto sucedió el mismo día cuando llegara de Ciudad Bolívar a temperar unos días en Caracas, y a ser examinada por un famoso especialista que, le aseguraban, podría curar una severa afección de la piel que no habían podido sanar los médicos del sur. Le sorprendió ver la belleza de la gran ciudad acostada a los pies de la imponente y verde cordillera. Respiró agradada su aire fresco y límpido, que permitía distinguir el cielo más azul y profundo que sus ojos vieran hasta ahora. Le gustó su pulcritud, juzgando que, con razón, era considerada una de las ciudades más limpias del mundo. Pero sobre todo le gustó su atractiva gente que, a pesar de la Guerra Mundial, vestía a la última moda de Europa y se distinguía por su gentileza y simpatía innata, haciéndola sentir en su propia casa desde el día en que llegó. Sintió que a medida que respiraba el fresco de la ciudad se enamoraba de ella. Y también de Guzmán, que la deslumbraba con sus galanteos y con sus ojazos negros, como paraparas, prendidos en ella.
Ya habían llegado frente a la iglesia todas las santas imágenes, y Marifina la sacudió haciéndola volver a la realidad. El Nazareno se encontraba en el atrio frente a la iglesia. La luz de las velas brillaba más intensamente a medida que se cerraba la oscuridad y un grandioso creciente de luna asomaba por detrás del Pico Naiguatá completando el espectáculo.
La imagen de la Dolorosa se acercó paso a paso al Nazareno y, con una reverencia, se dobló ante su hijo con el movimiento acompasado de quienes la cargaban. Luego fue Juan, el más joven de los discípulos, que iluminado por la luna y por las candelas de los fieles, hizo una genuflexión ante Jesús cargado por los más jóvenes. Por último, la Verónica sintió pena del Cristo, y al hacer su respectiva reverencia desplegó una inmensa bandera blanca con la imagen de la cara de Jesús, grabada en rojo sangre.
Conmovida por la espiritualidad del momento, Carmencita perdonó de corazón a la bandida que buscaba a su marido, al reconocer que Jesús nos había perdonado a todos nosotros de su propia muerte en la cruz. Pudo entender que la infeliz mujer hubiese quedado prendada de Guzmán. De aquel hombre. De su hombre, que siempre vestido de blanco, perfumado y bien plantado, sabía enamorar a las mujeres con sus ojos cautivadores. Pensó que la disipada hembra, a quien seguramente la mala vida habría golpeado desde niña, era una pobre solitaria de la noche que buscaba compañía en el amor de hombres ajenos. Y era seguro también que Guzmán había utilizado ampliamente las armas de seducción que ella bien conocía.
Cuando las iluminadas imágenes de La Dolorosa, Juan y Verónica rodearon al Nazareno repitiendo varias veces las profundas reverencias, Carmen, perturbada, comprendió que también tenía el deber de perdonar a Guzmán, y esto le causaba un dolor insoportable por el amor que le tenía.
¿Y si ella pudiese morir para mostrarle la dimensión de su amor?
Era una locura y un pecado imperdonable quitarse la vida. Los suicidas no tenían derecho al último perdón del sacerdote. Ni siquiera a que sus cuerpos descansaran en tierra santa. Jesús había muerto, pero si no fuera por el milagro de la Resurrección, no hubiésemos estado seguros de que era Dios. Y ella no era Dios; ella no podía resucitar. ¡Pero cómo le gustaría! Le encantaría que él la encontrase muerta, para que recibiera su lección. Y que cuando ella finalmente resucitara, encontrara un sincero arrepentimiento en sus ojos oscuros, y nunca más le fuera infiel.
………
La luna estaba muy alta en el cielo cuando Carmencita caminó sola por las calles, cruzando la esquina que separaba la casa de Marifina de la suya. Al llegar, sintió un silencio como de sepulcro y, mientras atravesaba el zaguán, a pesar del calor se estremeció como si una corriente helada le bajara por la espalda. La recibió la nana que cuidaba a los niños. Le dijo que los muchachos estaban dormidos, y que el señor había mandado a decir que no vendría a comer.
Furiosa por la reiterada ausencia y agotada por las emociones de la tarde, se sumergió en la bañera llena de agua tibia y comenzó a pensar en cómo darle una lección al traidor.
Recordó el día en que se casó con su hombre, dejando atrás la familia, su tierra natal y la desagradable enfermedad de la piel que el famoso médico había curado sin demora. Rememoró cómo, despojada delicadamente de su vestido de novia, de suave raso blanco con bordados hechos a mano, se había entregado a él en cuerpo y alma. Y al ver allí y ahora su cuerpo aún joven, abandonado por su marido y sumergido en el agua jabonosa, lloró de nuevo sin poderlo evitar.
Por un rato, buscó en el escaparate sin encontrar un traje que le pareciera apropiado. Súbitamente recordó que aún guardaba en el baúl su precioso vestido de novia, y comprendió que era el indicado para el drama del momento. Se lo puso sin problemas, sorprendida de que aún le sirviera después de haberle dado dos niños a aquel ingrato. Buscó la salsa de tomate en la cocina y tomó el cuchillo más grande y más afilado que vio. Cruzando el patio de arriba a oscuras y con aquel largo vestido, sintió que ya había entrado al mundo de los espantos. Tropezó con el machete que el desordenado de Guzmán había olvidado en un rincón después de afilarlo. Y pensó, riendo nerviosamente, que tendría mejor efecto este objeto gigante y filoso que el pequeño cuchillo de cocina que traía.
Sentada en su peinadora se maquilló con cuidado para verse muy pálida, y arreglando la escena como un experto escenógrafo, se tendió en la cama con el blanco vestido manchado de rojo y con el machete, empatucado de salsa, agarrado en su mano derecha y recostado a su lado en el centro de la cama.
Se quedó muy quieta, posando en la que le parecía era la apropiada posición de una muerta, y esperando que Guzmán volviera. Sin darse cuenta de que se estaba quedando dormida, participó en sueños de una tétrica procesión donde todos los fieles mostraban horrendas heridas y ella marchaba entre ellos, vestida de novia y con el pecho bañado de sangre, adorando a una macabra imagen de la muerte.
Después de media noche, Guzmán entró sigiloso a la casa. No quería despertar a Carmencita y que se diera cuenta de lo tarde que regresaba, ni mucho menos de lo bebido que venía. Había estado realmente muy buena la parranda con los amigos y con aquella mujer despampanante que lo traía loco.
Con cuidado de no hacer ruido se quitó los zapatos, y apagando las luces que ella le había dejado encendidas, se encaminó a oscuras, silencioso y titubeante, a su cuarto. Abrió la puerta y vio, al resplandor de la luna que entraba por la ventana, el cuerpo ensangrentado de su mujer vestida de novia. No se movía y estaba muy pálida. Comprendió aterrado lo que había sucedido. Realmente arrepentido, se supo culpable de aquella tragedia. Su traición la había matado. Su lujuria había apartado para siempre a sus hijos de su madre. No obtendría nunca el perdón de Dios por su traición. Había cambiado la paz de su hogar por los brazos perfumados de una perdida, a la que en el fondo no amaba. Había matado al amor de su vida.
Muy despacito, como si temiera despertarla, se acostó al lado de su amada llorando desconsolado. Vio su pelo de bronce desparramado sobre la almohada y lo tocó levemente sintiendo su suavidad. Inspiró buscando descubrir su perfume en el aire, y se sintió sorprendido por el extraño olor a tomate que despedía. Buscó entonces su boca, para darle el último beso. Y entonces, como en el cuento de Blanca Nieves, al contacto de las bocas Carmencita comenzó lentamente a moverse, sin recordar que debía hacerse la muerta. Abrió soñolienta los ojos, y apartándole con brusquedad le dijo que sabía a alcohol y que no quería que la tocara.
Guzmán sintió un alivio inmediato al comprender que su amada aún vivía. La llamó esperanzado por su nombre y quiso taponar la cruel herida con sus propias manos para evitar que terminara de desangrarse. Ése fue el momento; al notar sus manos llenas de salsa comprendió en un instante la cruel bufonada.
Enfurecido por el engaño pero también aliviado de saberla sana, la sacudió fuertemente por los hombros gritándole indignado que estaba loca y que iba a lograr que él también perdiera la razón. La llenó de trompadas y besos. Nunca la había golpeado hasta ahora, pero esta vez ella se merecía una buena paliza por la burla espantosa de su propia muerte. Carmen, despertada tan bruscamente, no entendía al principio lo que estaba sucediendo. Pero luego recordó, entre besos y golpes, su engaño. Ya despabilada completamente, se enfrentó a su marido y, defendiéndose como pudo de la andanada, le echó en cara su abandono, la falta de respeto a su matrimonio, pero sobre todo que se hubiera burlado de ella haciéndola el hazmerreír de la ciudad. Le dijo que toda esa locura había sido planeada por amor, y le gritó que sí, que esta vez había sido solo un engaño pero que si sabía que de nuevo buscaba a esa perdida la encontraría muerta, bañada en sangre de verdad y no en salsa de tomate, aunque su alma se perdiera.
Al verla resucitada, toda manchada y enfurecida por los celos. Guzmán, aliviado, reía y lloraba a la vez. Pidió perdón de corazón por la traición que la había hecho desvariar y poco a poco, al irse calmando los ánimos, y al verla furiosa quitarse el sucio vestido, se fue acercando a ella cariñoso y terminaron la noche abrazados en una orgía de pasión, arrepentimiento, perdón y algunas risas entre las sábanas manchadas de salsa. NS
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Nacha: muy bueno tu cuento; gran final. Yo pensé que terminaría como Romeo y Julieta, pero éste es mas terrenal.
¡Me encantó! ¡Divertida y con un final feliz!
Excelente, Nacha. Lo habías dejado, pero tienes que retomar tus cuentos.
Muy bueno tu estilo de narrar. 👏👏