Había una vez, hace mucho tiempo, una niñita negra negrita. Lo único blanco que tenía eran los dientes y el blanco de los ojos.

Ella vivía con su papá y con su mamá, que eran negros negritos y sólo tenían blancos, como su niña, el blanco de los ojos y los dientes. Su papá era médico y atendía a las perso­nas que, como ellos, vivían en un pequeño pueblo de Venezuela al sur del país, calu­roso pero hermoso y muy cerca del gran río y de la selva. Su mamá se ocupaba de la casa, cocinaba deliciosas comidas y cosía con una vieja máquina, que era tan negra como ella.

Todos los días, la niña caminaba por el borde de la selva para ir a la escuela, como se lo había indicado su mamá. Mu­chas veces se sentía sola y llegaba mo­jada, pues por allí llueve mucho en todas las épocas del año. En la tarde les contaba cómo había estado su día a su mamá y a su papá y les pedía un hermanito para poder compartir sus tristezas y alegrías. Así pasaban los días y siempre, an­tes de que la niña saliera, sus padres le decían: “Recuerda no salirte del camino y caminar directamente de la casa a la escuela y de la escuela a la casa. La selva es peligrosa”.

El día de su cumpleaños, al despertar, se encontró con una gran sorpresa. Su papá tenía, en una caja, un precioso perrito, un cachorro peludito y totalmente blanco. Lo único negro que tenía eran la nariz y unos brillantes ojitos que parecían estar riéndose todo el tiempo. Su mamá también le tenía una sorpresa. Le había cosido una caperuza toda negra negrita, que era perfecta para ir a la escuela sin mojarse. La niña estaba feliz con sus regalos y de inmediato dijo: “El perro se llamará Blanquito y estará siempre conmigo”. Muy contentos, al ver su alegría, sus padres le dijeron: “Y desde este día te llamaremos Caperucita Negra”.

A partir de ese momento, Caperucita Negra iba cantando por el camino, cubierta con su caperuza y con Blanquito, su adorado perrito, enredándose entre sus cortas piernas hasta la escuela. Allí lo amarraba con un cordel y Blanquito la es­peraba para volver a la casa. Por el camino ella cantaba todas las nuevas canciones que había aprendido ese día. Su maestra le decía: “Adiós, Caperucita Negra” y todos los niños se reían, pero a ella eso no le importaba, pues ahora nunca llegaba mojada a su casa.

Caperucita Negra estaba muy contenta de no estar sola, y ya no pensaba en tener un hermanito. Sólo le preocupaba que el pe­rrito no era muy obediente y, si veía algún animal, cualquiera fuera su tamaño, corría tras él ladrando con todas sus fuerzas. Entonces Caperucita Negra lo llamaba: “Blanquito, Blanquito, vuelve”. Cuando por fin regre­saba ella lo regañaba diciendo: “Qué feo eres cuando no haces caso. Debes obedecerme siempre y nunca alejarte de mi lado.”

Un día, al llegar a su casa, encontró muy preocupado a su papá y le preguntó qué le pasaba. Él respondió: “Dicen en el pueblo que hay un tigre cerca. Lo han oído roncar fuertemente. Debe ser grande, pues se ha comido a algunos animales de los corrales. Tienes que prometerme que te cuidarás más que nunca y no te alejarás del ca­mino”. “Sí papi, no te preocupes, pues yo soy obediente”, contestó Caperucita Negra.

Al día siguiente se levantó temprano, como todos los días, desayunó su arepita con queso blanco y una gran taza de leche, se lavó su negra carita, cepilló sus blancos dientes y, llamando a Blan­quito, salió cantando por el camino, como todos los días.

Al principio todo marchaba perfecta­mente. El sol brillaba con todo su esplen­dor y no llovía, las flores parecían pinta­das con todos los colores de la acuarela de la maestra y millones de mariposas amarillas revoloteaban sobre ellas. Al verlas, Blanquito corrió tratando de atra­parlas, ladrando sin cesar. Caperucita Ne­gra sólo veía su blanca cola entre las flo­res. Entonces comenzó a llamarlo: “Blan­quito, Blanquito, vuelve aquí”. El perrito asomó sus negros ojos entre las flores y, dando algunos saltos, volvió alegremente con su compañera. Ella le dijo: “!Qué feo! No puedes alejarte, pues hay un tigre cerca” y, apurando el paso, continuó su camino.

Repentinamente, cruzó frente a ellos un conejo. Daba saltos y saltos con sus grandes patas traseras. Sus rosadas orejas, bien levantadas, parecían burlarse de los furiosos ladridos de Blanquito. A pesar del esfuerzo de Caperucita Negra por retenerlo, el perro corrió tras él. Pero el conejo saltaba más y más rápidamente alejándose del camino, y Blanquito se ale­jaba persiguiéndolo.

Caperucita Negra comenzó a llamarlo muy preocupada, pero el perro no volvía. Por más que gritaba “Blanquito, vuelve; Blan­quito” el perro no quería hacerle caso. Entonces, el conejo desapareció de pronto en un pequeño agujero y dándose cuenta de que lo había perdido, Blanquito regresó.

Caperucita Negra lo regañó diciendo: “Voy a tener que castigarte si sigues sin hacerme caso. Voy a tener que llevarte amarrado a la escuela y te aseguro que eso no te va a gustar”.

La niña estaba un poco molesta con el animal y éste, metiendo el rabo entre las piernas, siguió caminando muy calladito.

Más adelante, el camino llegaba cerca de los grandes árboles, y la sombra fresca y húmeda alegró de nuevo a Cape­rucita Negra, quien entonó una canción. Desde las copas de los árboles que casi tocaban al cielo, los pajaritos comenzaron a cantar con ella. Parecía que con sus tri­nos contestaban los cantos de la niña. Una pareja de cristofués de brillantes tonos amarillos y negros pasó rozándole la cape­ruza cantando “Cristofué, cristofué”. Esto bastó para que Blanquito se pusiera fu­rioso y comenzara a corretear a los paja­ritos que volaban de un árbol a otro, como si estuvieran sorprendidos de los ladridos del animal. Entonces, Caperucita Negra lo llamó: “Blanquito, Blanquito”. La voz alterada de la niña asustó a los cristofués que volaron cada vez más lejos. Por más que Caperucita Negra lo llamaba, Blanquito no quiso regresar y, corriendo detrás de ellos, se adentró en la selva.

Como los perdió de vista, la niña fue tras ellos llamando “Blanquito, Blanquito, vuelve aquí”.

Sin dejar nunca de llamarlo, caminó por el suave suelo cubierto de hojas por un buen rato. De pronto, le pareció oír los cantos de “cristofué, cristo­fué” y los ladridos de su querido perro. Siguiéndolos, continuó adentrándose en la espesa selva.

Caminó y caminó durante un buen rato lla­mando, “Blanquito, Blanquito” hasta que no pudo más. Cansada, se sentó en la raíz de un árbol tan alto que, por más que lo intentó, no pudo ver el azul del cielo a través del follaje.

Quedándose tranquilita se dio cuenta del gran silencio que la envolvía y entonces sintió miedo: miedo de haberse perdido, miedo del tigre anunciado, miedo de su soledad.

Comenzó a llorar suavemente y a pensar en lo bravos y tristes que se pondrían sus padres, al ver que no regresaba a la casa a la hora del almuerzo. Pensó en las delicio­sas caraotas negras que su mamá tendría servidas para ella en su puesto de la mesa, en su vaso de chicha fresquita. Sintió mu­cha hambre y mucha sed. Esto la entris­teció más aún y la hizo llorar más todavía.

Sintió a lo lejos un canto, “cristofué, cris­tofué” y, cerrándose bien la caperuza para protegerse de la humedad, caminó hacia el llamado de los pájaros. Escuchó el sonido cantarino de un riachuelo y un poco más adelante el ruido ronco del gran río. Esto la alegró, pues pensó que al seguir por sus riberas no tardaría en llegar al pueblo. Caminó con más entusiasmo por un rato, y cuando al fin vio a lo lejos el gran río, se quedó paralizada de terror.

En la orilla, bebiendo agua con cuidado de no mojar sus patas, estaba el más hermoso tigre que hubiera visto jamás. Era enorme. Su pelambre brillaba con los rayos de sol que se filtraban por los árboles, y tenía tantas pintas sobre su cuerpo que no se podían contar. Relamía sus grandes colmillos con deleite, y Cape­rucita Negra tuvo la horrible certeza de que acababa de comer.

La idea de que su adorado Blanquito hubiera sido devorado por el hermoso ti­gre hizo que se le llenaran de nuevo los ojos de lágrimas. Un inmenso vacío se apoderó de Caperucita Negra.

Casi no sintió miedo, pues la rabia de haber perdido su perrito entre los colmi­llos del tigre se lo impedía. De todas for­mas, tuvo mucho cuidado de no hacer ruido. Cuando vio que el tigre se quedaba dormido, pasó corriendo por el pueblo como una exhalación y de allí hacia su casa, en donde la esperaban muy preocupados su papá y su mamá. Al verla llegar tan agi­tada, bañada en lágrimas, se asustaron mucho, pero se asustaron mucho más cuando Caperucita Negra, abrazada a ellos, les contó lo que había pasado. En­tonces su papá la tranquilizó: “No te pre­ocupes, que yo arreglo esto”. Y buscando su maletín de médico dentro de la casa le dijo: “Ahora llévame donde está ese tigre malvado que se comió a Blanquito”. Sin perder tiempo siguieron la ribera del río para llegar al sitio.

“Debemos apresurarnos”, dijo el papá, después de recorrer un buen tramo de camino. Caperucita Negra vio cómo, a pe­sar de ser tan negro, su adorado papá había palidecido.

Lentamente se acercaron al tigre. El papá le ordenó en voz baja: “Escóndete detrás de estos helechos y no hagas ruido”.

El doctor se acercó al tigre con pasos lentos y cuidadosos para no despertarlo. Pero cuando sólo le faltaban unos pocos metros, el gran animal se despertó, se desperezó y gruñó. Dominando el miedo que sentía, el doctor le dijo con voz tem­blorosa: “Buenos días, Tío Tigre. ¿Cómo es­tás hoy?” El tigre estaba muy sorprendido de que este hombre no tuviera miedo de hablarle, y de mal humor contestó: “Muy bien, gracias”. El doctor tuvo que echarse hacia atrás, pues el aliento del tigre era tan nauseabundo que le causaba asco. “No creo que estés tan bien, pues tienes un aliento terrible y estás muy ronco”. “Roarrrr”, gruñó el tigre. “Claro que estoy bien. ¿Quién eres tú para venir a moles­tarme diciendo que estoy enfermo?”

“Soy el médico del pueblo, y te aseguro que te ves muy enfermo. Apuesto a que tienes la garganta irritada y enrojecida. Si puedo verla por dentro, te podré recetar los remedios necesarios para que se te quite el mal aliento y ya no ronques todo el tiempo”, dijo el valiente doctor.

El tigre se quedó pensando, Tal vez sí se­ría muy bueno quitar ese olor que muchas veces lo descubría y le impedía cazar y comer todo lo que quería. Y sería bueno también si este negro doctor le curaba de andar roncando todo el tiempo y espantando deliciosas comidas. Entonces pre­guntó: “Bueno, señor doctor, ¿qué tengo que hacer para que usted me cure?”

“Sólo abrir la boca tan grande como puedas y hasta que yo te lo diga”.

“¿Sólo eso?” dijo el tigre. “Es realmente muy fácil”. Y con un gran rugido abrió una boca enorme, tan grande que el médico no lo podía creer.

Rápidamente, el doctor buscó en su male­tín y sacó unos guantes de cuero muy largos que casi le llegaban a los hombros.

Entonces le dijo: “¿Es eso todo lo que puedes abrirla?”

El gran tigre respondió: “No, puedo abrirla mucho más”. El animal abrió la boca tanto que casi se le desprende la mandíbula. Venciendo la repugnancia que le causaba el olor del tigre, y temblando de miedo, el médico ordenó: “Tienes que decir aaaaah”. Entonces, haciendo un úl­timo esfuerzo, el tigre abrió aún más su enorme boca y, enseñando cada uno de sus filosos colmillos, rugió: “AAAAAH”.

Fue un rugido tan fuerte que los pájaros huyeron despavoridos de las ramas de los árboles y los animalitos se escondieron en sus madrigueras. A Caperucita Negra le pareció que temblaba la tierra y tuvo mu­cho miedo por su papá.

El médico aprovechó la oportunidad para hundir sus brazos dentro del horrible y fétido agujero. Moviéndolos repetida­mente, logró sentir en el estómago del ti­gre a Blanquito que se movía y pataleaba. Rápidamente tomó por una pata al perro y lo sacó del fondo de las entrañas del ti­gre. Blanquito emergió pegajoso y to­siendo, pero parecía estar bien. El doctor gritó: “Corre, Blanquito, corre” y éste co­rrió a los brazos de Caperucita Negra. Se esforzó entonces nuevamente y con un movimiento de sus manos agarró desde adentro la punta de la cola del tigre. Ti­rando con todas sus fuerzas lo volteó completamente al revés sacándolo por su propia boca. El tigre quedó como una vieja media volteada, tirado a la orilla del río.

Caperucita Negra no lo podía creer. Su perrito estaba muy sucio y asustado, pero no tenía ni un rasguño.

Temblando, Blanquito se apretó en los brazos de Caperucita y ella en los brazos de su padre. Los tres, abrazados, rieron muy emocionados por un buen rato.

Se fueron luego hacia el pueblo arras­trando el cuerpo del tigre y allí la mamá de Caperucita Negra, y el resto de la gente, los aplaudieron al verlos llegar. Trata­ron al doctor como héroe al saber de su aventura y todos juntos gritaron “¡Viva, viva!”, con gran emoción.

Por la noche, antes de acostarse a dormir y después de haber dado un buen baño y un buen regaño al perro desobediente, la familia conversó mucho sobre lo ocurrido. Caperucita Negra prometió nunca más volver a desobedecer las órdenes de sus padres, pues comprendió que cuando ellos prohibían algo no era por molestarla, sino siempre para protegerla y cuidarla.

En las oraciones de esa noche Caperucita le dio gracias a Dios por tener un papá tan inteligente y valiente y una mamá tan buena, y por la suerte de haber recuperado a su adorado perro. A Blanquito no le había pasado sino el susto, pues el tigre tenía tanta hambre que ni siquiera lo mas­ticó.

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

Nacha Sucre

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Este cuento me lo contaba mi papá—que era médico—cuando yo estaba pequeña, hace mu­cho tiempo. A mí me encantaba, y le hacía repetirlo cada vez que podía. Lo he narrado como lo recuerdo, y es seguro que está aliñado con mi imagina­ción, pues después de que mi padre terminaba yo me que­daba en mi cama rememorando el cuento y muchas veces soñando con sus personajes.

Quiero que otros lo conozcan y que muchos niños como la que yo fui, sepan de lo que es capaz un padre por amor a sus hijos.

Ahora que soy adulta, he pensado que el cuento tiene una enseñanza ulterior: que a cualquier problema se le puede “dar la vuelta” siempre y cuando se disponga de conoci­mientos y destrezas suficientes. Si no, siempre se puede pedir ayuda. NS (2009)

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Ilustraciones de Margarita Martínez (2010)

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