Hoy se cumplen nueve años de la muerte de mi hermana María Elena, la cuarta de los Alcalá-Corothie. A los cuatro días de su despedida, publiqué en mi blog la narración que transcribo abajo. (Allí mismo, he puesto hoy la crónica de Nacha Sucre sobre el día de su cremación).
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Érase una vez un reino que aún no había conocido la alegría, hasta que nació la esperada Princesa. Cuando eso ocurrió, los morosos capullos florecieron en los jardines y en el bosque de la comarca los animales festejaron cada cual a su modo. El cielo se puso cintas blancas sobre el vestido azul, y los habitantes lo imitaron con paños y pañuelos. Por unos días, no se escuchó un quejido en todo el reino.
Siendo niña todavía, el Rey ordenó que la retrataran y Sandro pintó la Primavera. Por unos días, el retrato colgó del salón principal del palacio, hasta que un día desapareció de la vista de todos. Algún cronista real asegura que lo escondió el mismo pintor, avergonzado por la belleza del rostro real de la Princesa a la que no pudo ser fiel.
Siendo niña todavía, adquirió la costumbre de adentrarse en el bosque escoltada por un séquito de pájaros, hasta el arroyo que sonaba como su propia voz. Allí estableció la corte de sus amigos, a quienes enseñaba juegos y canciones. Pronto se supo en el reino y en las comarcas vecinas que la Princesa curaba los dolores del alma con su risa, y entonces sus amigos aumentaron. Algún cronista real conjeturó que no menos de diez mil la visitaban y reían con ella, olvidados de sus penas. Algún otro que cien mil eran.
Siendo joven, aprendió a tañer instrumentos y a callar para que fueran los amigos los cantores. La creciente gente ferviente iba a ver a la Princesa sonriente. Algún trovador de paso aprendió unas pocas de sus canciones y entonces su fama llegó a lejanas tierras; algún juglar errante aprendió varios de sus juegos y la alegría alcanzó reinos distantes.
Por unos años, casi nueve y cincuenta, la Princesa cantó, rió y jugó en el bosque, hasta que un día un tumulto nuevo se escuchó en el cielo. Los celosos dioses discutían y clamaban que su risa, sus canciones y sus juegos debían acontecer en las alturas, diciendo egoístamente que la tierra inferior no la merecía. Las deidades no sabían reír como ella lo hacía. Por unos días, los truenos retumbaron allá arriba.
Entonces enviaron, dice un cronista real, un mensajero hasta sus sueños para invitarla al firmamento. La Princesa, dormida, consideró el encargo. Durmiendo pensó que convenían dioses que fueran sonrientes, pues así serían benevolentes con los habitantes de su reino. Pidió sólo una cosa a cambio: que su retrato, con la sonrisa primaveral pintada en el rostro, fuera encontrado y devuelto y expuesto en el bosque, y así sus amigos no estuvieran solos.

Edward Burne-Jones: El cenador de rosas (La bella durmiente)
Ahora la bella Princesa sonriente juega y canta en el cielo; en el bosque, su bella efigie durmiente sonríe, y una canción alegre resuena en la memoria de su gente. La letra prohíbe el llanto.
Adagio de la Rosa – La Bella Durmiente, ballet de P. I. Tchaikovsky
luis enrique ALCALÁ
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