
El escritor, sus hijos, su perro. (Parque del Retiro, Madrid)
El imperio eres tú, esa novela histórica sobre el emperador Pedro I de Brasil y IV de Portugal, hizo las delicias de mi grupo de lectura hace unos meses y le mereció una de nuestras calificaciones más altas del año. Personalmente la disfruté muchísimo: tuve la suerte de recorrer los todavía hermosísimos Jardines del Palacio de San Cristóbal—hoy Jardín Botánico de Río de Janeiro—y embelesarme en su exuberancia tropical, bajo la presencia imponente del Corcovado.
Por la tarde del martes 15 de octubre, viví una odisea al sortear el tráfico de Caracas para llegar al Hotel Meliá; después de una hora, finalmente lo logré, y pude sentarme en una mullida poltrona a esperar a mis amigas en el elegante lobby, dispuesto para un conversatorio con el autor hispano Javier Moro, a quien admiro.
Es un hombre de edad mediana, de buen ver. Vestía con elegancia informal: chaqueta blanca con parches en los codos— como corresponde a un escritor que pasa buena parte de su vida con ellos apoyados en la mesa—sonreído y bien peinado. Estoy segura de que también perfumado, pero por la distancia a la que estaba eso es sólo parte de mi imaginación. Se le notaba relajado y contento ante la entrevistadora, Aymara Lorenzo, y ante el público que llenó las sillas predispuestas y muchos más que se aprestaban a escucharlo de pie en el salón.
Muy educado, lo primero que hizo fue disculparse por el retraso de un poco más de media hora con que empezaba el evento; luego dijo que le encantaba volver a Venezuela, país que en su niñez y juventud había conocido bastante con su padre que había trabajado aquí. Ha estado en nuestra Amazonia, en Los Roques, en Guárico y sus llanos, en muchos más sitios que algunos del público.
Aymara quiso averiguar sobre su próximo libro, y hasta dejó entrever que el personaje central de éste iba a ser un venezolano. Moro la desmintió de inmediato. Dijo que sabía en ese momento, más o menos, de qué iba la historia, pero que aún no había decidido quién era su personaje central, ni siquiera si era hombre o mujer. No quería hablar sobre su trabajo futuro. Describió a una novela en proceso como algo vivo, muy delicado y frágil: “Una llamita que intenta prender y que con cualquier circunstancia corre el riesgo de apagarse”.
Afirmó sentirse igualmente bien cuando escribe desde un personaje masculino o uno femenino; es más, piensa que las féminas son más interesantes, por su psique enrevesada y los múltiples roles que tienen que ejercer. En dos de sus novelas, Pasión india y El sari rojo, sus personajes centrales son mujeres, con las que se sintió perfectamente cómodo. Pero esto también le sucedió con el muy masculino Pedro I de Brasil, hombre repleto de testosterona que se acostó con tantas mujeres como para tener ciento veintidós hijos, esfuerzo con el que pareció querer poblar la inmensidad que es Brasil. Confesó haberse enamorado de Leopoldina de Austria, esposa de Pedro, al hacer la investigación. Tuvo la suerte de leer las cartas que ella le escribía a su hermana, donde plasmó su amor por Pedro y por Brasil. Él, como muchos de sus lectores, confesó haber llorado su trágica muerte y sufrido con ella sus desengaños y luchas.
Moro explicó que su especialidad es “dramatizar la realidad”: describir hechos históricos a través del interior de personajes que lo sorprenden por su personalidad o por sus peripecias. Para leer historia, dijo, está lo escrito por historiadores y recopiladores de datos. Lo de él es sumergir emocionalmente a sus lectores en hechos tomados de la historia y mostrados desde el punto de vista humano; conmoverlos para que hagan un viaje por esa vida y lo acompañen desde una perspectiva más íntima; evolucionar con los protagonistas; ver el cambio que la vida y las circunstancias producen en ellos. Así sucedió con Pedro: se redimió al final de su vida y terminó abrazando su verdadera humanidad, a pesar de ser un hombre dividido entre Brasil, al que dio su independencia, y Portugal, el reino heredado que defendió arriesgando su vida. “Fue un hombre desgarrado entre dos mundos” y así será para siempre, pues su corazón reposa en Oporto y los demás restos en el monumento de Ipiranga en Sao Paulo.
Comparó la evolución de las colonias del Reino de España con las de Portugal: las colonias españolas se atomizaron, perdieron a su rey y también su unidad; lo que sí consiguieron fue mantener un solo idioma, que es una gran fortaleza. En cambio, la corona portuguesa mantuvo a su reino unido—gracias a Pedro I—; por eso el gigante brasileño nunca se dividió. Pero, curiosamente, no hablan igual; tanto es así que para Sao Paulo y Río de Janeiro hay que hacer, de cada novela, dos ediciones diferentes y, por supuesto, otra para Portugal.
Hacer un libro es “un esfuerzo físico que se lleva toda la energía”. Puede llevarle tres o cuatro años escribir una historia. Cuando, recién terminado El sari rojo, conoció en persona a Sonia Gandhi le hizo saber: “Señora: llevo cuatro años durmiendo con usted”.
“Me enamoro de mis personajes”. Viene luego la investigación, los viajes, las entrevistas, sumergirse por muchos días en viejos papeles de los que surgen detalles que le emocionan y quiere contar. Se va formando en su imaginación la estructura de la novela: “Vas soñando la historia”. Los personajes comienzan a ocupar su mente, con sus personalidades definidas y su vida azarosa, hasta el punto de que no puede dejar de pensar en ellos. “El escritor vive una doble vida, como Domitila de Castro en la novela”.
Luego viene la parte más dura: sentarse a escribir. Lo hace forzando su voluntad: cuatro horas en la mañana, que son las más productivas, y cuatro en la tarde que, por estar menos lúcido, las utiliza para corregir o reescribir. Mientras escribe, va al gimnasio, comparte algún tiempo con la familia y también cocina, actividad que comparó con la escritura, pues se necesita paciencia, tesón y pericia para que una mayonesa cuaje. Trabaja ocho horas diarias por varios años, sin parar, hasta terminar un libro. Dijo sentirse vacío al finalizarlo—“Es como un duelo”—; los personajes lo van abandonando y, después de años de compartir íntimamente con ellos, se siente empobrecido y solo.
Comparó la estructura de sus novelas con las de un edificio. Las primeras páginas son la base, dijo, y si no están bien armadas, si no son lo suficientemente fuertes para soportar todo el peso de la historia, llega un momento en que todo se paraliza y no se puede continuar. Contó que cuando escribía El sari rojo, y luego El imperio eres tú, tiró a la papelera cientos de sus primeras páginas pues no tenían la fuerza suficiente para soportar la novela y, por tanto, tuvo que volver a empezar.
Comentó los riesgos de escribir sobre personajes vivos y las pasiones que inflaman las historias recientes. Poco tiempo después de escribir El Sari rojo, se aterró al ver en la televisión cómo en India se producían manifestaciones de fanáticos que gritaban “¡Muerte a Moro!” y quemaban afiches con su foto y hasta un monigote de trapos que lo representaba. Pero también se mostró satisfecho de la fuerza de cambio que puede tener un libro. “Con sólo un bolígrafo y un papel se puede modificar el futuro, cambiar la vida de la gente, además de hacer felices a los lectores”. Así sucedió cuando, gracias a las regalías de Era medianoche en Bhopal, uno de sus libros—escrito en colaboración con su tío materno, el conocido escritor Dominique Lapierre—, se logró que en esa ciudad se inaugurara una clínica para tratar a los habitantes intoxicados por un gas letal. Ese libro de denuncia produjo un cambio, mejoró la vida de muchas personas y trajo inmensas satisfacciones a quienes lo escribieron.
Dio algunas pautas interesantes para los escritores, cuidando de advertir que cada quien tiene sus maneras. “Para escribir no hay reglas—afirmó—, salvo leer y mucho”. Recomienda detenerse especialmente en la poesía; por su síntesis al plasmar la belleza, la considera necesaria para escribir buena prosa. El escritor es frágil mientras está armando la historia; justo antes de sentarse a escribirla, se siente constantemente amenazado por el fantasma de que ella no cuaje. Dijo haber recibido de su tío Dominique un consejo que lo ha ayudado mucho: “No intentes contarlo todo”. Es como pasar algo por un embudo, no cabe todo de una vez. Volvió la imagen de la construcción: “Cuando te bloqueas es que las bases no estaban bien puestas”. Hay un momento cuando la estructura funciona, que la narración toma vida propia y los mismos personajes empujan la trama: “Es que la inspiración viene de dentro y, de pronto, comienza a salir sola”. Considera a cada libro un reto diferente. Nos confió que quien primero lee sus manuscritos es su madre, cuya única preparación es la de ser una voraz lectora y en cuyo instinto confía plenamente. Sólo cuando ella lo felicita es cuando está seguro de que tiene un buen texto.
Javier Moro es realmente interesante; muestra con garbo su cultura: “Vengo de una familia de escritores”. Tiene una voz agradable y una forma tan atractiva de conversar que el ceceo peninsular casi ni se nota. Además, no carece de sentido del humor: la entrevistadora lo instó a que contara una anécdota curiosa. Sonreído, dijo que una de las veces que estuvo en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro, hurgando entre los añosos papeles de Pedro I, encontró un sobre manuscrito que excitó su curiosidad. Al rebuscar, notó sorprendido que había unos “pelillos muy finos y blanquecinos” entre sus dedos. Eran parte de los vellos púbicos que Domitila de Castro enviaba a Pedro I, su amante, cuando no podían dormir juntos.
Recomiendo la lectura de El Imperio eres tú, y Javier Moro Lapierre puede contar con que voy a leer, y seguramente disfrutar, ese nuevo libro suyo que está floreciendo en su cabeza, con personajes y sucesos nuestros, de las colonias.
Nacha Sucre
Comparecencia de Javier Moro en Prodavinci el mismo día de su conversatorio en el Hotel Meliá
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