Cattleya mossiae

Historias de familia Cuarentena Covid 19 – abril 2020

 

En estos días de cuarentena y aislamiento, de días interminables e iguales, de largas horas para reflexionar y pensar, gracias a Dios he tenido tiempo suficiente para hacer catarsis y escribir.

Esta Semana Santa del 2020, que jamás olvidaremos, me trajo recuerdos de mi infancia en la Qta. Mercedes de La Florida, la casa de mis abuelos maternos: Elías y Rosita González Lugo, donde crecí, que se comunicaba con la nuestra por los jardines. No me canso de repetir que fue un privilegio crecer en un terreno que ocupaba casi una manzana y cuyo jardín era prácticamente en su totalidad un invernadero de orquídeas, que nos hacía sentir que vivíamos en un oasis dentro de la ciudad.

Mi abuelo, “Don Elías”, contaba que compró la casa al mismo tiempo que su cuñado, Gustavo Delfino, hermano de mi abuela. El terreno de éste ocupaba la manzana en la que años más tarde se construiría el CADA de La Florida. En la siguiente cuadra, cercana al entonces amable y decente barrio de Chapellín, estaba la Qta. Mercedes.

Según las historias, en la época en que ambas familias se mudaron, la calle era de tierra, pasaban las carretas de los vendedores de frutas y hortalizas, el lechero dejaba las botellas en las puertas de las casas, y se dormía con los portales abiertos de par en par. En esa manzana de terreno, Don Elías dio rienda suelta a su carácter soñador, a su pasión por la naturaleza, a su fascinación por las orquídeas y las plantas en general.

La entrada era una gran redoma, en el centro de la cual sembró él mismo matas de petreas, cuyas flores son como guirnaldas de color morado. Cuando fueron creciendo, las ramas se fueron enredando unas con otras, y en su época de floración se convertían en un grandioso y espectacular bouquet, que llamaba la atención desde la calle.

Poco a poco, con mucha imaginación y esfuerzo, fue diseñando unas estructuras de hierro—con sistema de riego incluido—que se construyeron en los alrededores de la casa, en donde le fue dando vida a una de las colecciones de orquídeas más grandes de Caracas: aproximadamente, tres mil quinientas matas de orquídeas que colgaban y estaban sembradas en unas bases que él mismo construía con la ayuda de su jardinero, Eduardo Haché, en su taller al final del jardín.

Debajo de las orquídeas, construyó jardineras rectangulares que estaban sembradas de calas o anthuriuns de todos los colores. En total, más de 5.000 plantas, incluyendo todas las demás variedades.

Elias González Sanavia, mi primo hermano muy querido, quien heredó casi que “directo a las venas” la pasión de nuestro abuelo y se ha dedicado en cuerpo y alma a ser uno de los mejores paisajistas del país, me ayudó con detalles que yo no conocía. Por ejemplo ¿como pudo formar una colección de ese tamaño? “Don Elías se iba con un chofer, o a veces en grupos, al interior de Venezuela por semanas… traía las plantas que recogía, a través de lo que se llama recolección in situ, al natural. En esa época no había otros tipos de reproducción de las orquídeas, con base en base semillas o hibridización. En cada viaje, Don Elías regresaba cargado de cientos de plantas que fue cultivando poco a poco“.

En las caminerías que rodeaban a todas las calas, mis hermanos y yo, y luego mis primos, patinábamos, montábamos bicicleta, jugábamos al escondite (por supuesto, cuando el riego estaba prendido), hacíamos picnics, y pasábamos la vida en un mundo aparte. Siempre, por supuesto, con mi abuelo detrás, diciendo que nos iba a “planchar” si le rompíamos una sola mata. Nuestros inventos, y cada vez que el jardinero se aparecía paloteado, eran los únicos momentos en que veíamos bravo a Don Elías.

En todo el centro del jardín, había un gran tanque de agua que servía para surtir al sistema de riego, y era a la vez, piscina de entretenimiento. A un lado de dicho tanque, había uno más pequeño y protegido, que tenía el agua de un color blanquecino y era el fertilizante para todo el jardín. Ahí la prohibición de acercarse era total y absoluta, como el distanciamiento social de estos días.

La Qta. Mercedes era una gran casona colonial, con techos altísimos y un amplio corredor a la entrada, en donde había todo el año una exhibición de orquídeas permanente, de las “especies de injerto” que estuvieran en flor. A cada lado de la entrada habían dos inmensos y espectaculares “azahares de la India”; cuando éstos estaban en flor, el olor a azahar inundaba toda la manzana. De los troncos de estos dos árboles colgaban “bandas Espíritu Santo”, cuya flor blanca y en forma de paloma le da su nombre. En el pasillo central que atravesaba la casa había grandes estantes para los más de cuarenta trofeos de todos los tamaños, ganados cada año en las exposiciones. Por ser la nieta mayor—y única hembra por muchos años—, era yo quien recibía muchos de estos trofeos. Me engalanaban y me llevaban para darse ese gusto.

La Semana Santa era un acontecimiento especial para todos ya que, durante años, todas las orquídeas que adornaban al Nazareno de San Pablo eran donadas por Don Elías. En Lunes Santo comenzaba el movimiento, cortando todas las cattleyas mossiaes en existencia. Mis hermanos y yo colaborábamos con mi mamá y mi abuela, metiendo cada flor en tubitos de plástico con agua que eran clavados en enormes piezas de anime y, de ahí, a la camioneta, que a veces hacía hasta cinco viajes cargada de flores. En algunos de estos viajes al centro de Caracas, él acompañaba al chofer para supervisar que sus orquídeas llegaran en perfecto estado. Su biblioteca estaba llena de reconocimientos y recortes de periódico con fotos del Nazareno que lo llenaban de orgullo.

Las orquídeas de Don Elías no solo salían en Cuaresma, pues además de ser coleccionista era exportador. Le llegaban pedidos de Miami y de Nueva York. Las flores eran colocadas en largas cajas de plástico transparente y las buscaban para enviarlas por vía aérea a su destino.

En esa época—tendría yo alrededor de seis o siete años—los barcos de crucero atracaban en La Guaira, y uno de los puntos de visita de los turistas que subían a Caracas era la Qta. Mercedes para ver las flores. A la entrada del jardín había un letrero elegantísimo que mi abuelo mandó a hacer en hierro “a prueba de nietos” que decía:

WELCOME               PRIVATE GARDENS

PLEASE, DO NOT TOUCH FLOWERS OR PLANTS

ELIAS GONZALEZ LUGO

En éstas visitas, la “guía local “ era este cuerpo pues, como decía mi abuela, “ella estudia en el Merici, y habla muy bien inglés, tan bella ella”. Nuevamente, me engalanaban para recibir a los turistas y yo les respondía todas las preguntas que hacían sobre las flores. Además de las preguntas, les oía los comentarios: “She really speaks English”. Al final del recorrido, me regalaban chocolates y hasta billetes de un dólar, que se convirtieron en las primeras ganancias que sin querer hice en mi vida.

La cantidad de flores que producía el jardín le abrió la imaginación a mi mamá y mi abuela para crear su gran emprendimiento: La “Floristería Mercedes”. Supongo que el mismo herrero que satisfacía todos los inventos de Don Elías construyó, para tal fin, una estructura en uno de los laterales de la casa. No tenía paredes sino un enrejado para que fuera fresco y circulara el aire. Fue bautizada como “La Pajarera”, porque parecía una gran jaula de pájaros. Comenzaron haciendo todos los bouquets de las novias de la familia. Luego empezaron a hacer preciosos ramos de orquídeas y de calas, adornaban bodas y hasta hacían coronas. En más de una ocasión, era tal la cantidad de trabajo que hasta yo aprendí a ayudar, rellenando de follaje verde cada ramo, para que luego las dos artistas les dieran el toque final con las flores.

Uno de los datos que mi primo Elías me suministró fue la visita a Caracas de un corresponsal de la  American Orchid Society en 1946, para realizar un reportaje sobre las variedades de orquídeas en el país. Visitó a varios de los coleccionistas, como Sonia Urbano, los esposos Planchart y Don Elías entre otros. El reportaje fue acompañado por una foto en donde salía Mercedes, mi mamá, de 16 años, adornada con una cattleya mossiae en el pelo.

Don Elias era muy querido no sólo por toda la familia, sino por toda la cercana vecindad incluyendo a Chapellin, por su generosidad y don de gentes. Jamás olvidaré que en el terremoto de 1969 le abrió las puertas a muchas familias que vivían en el edificio vecino, que sintieron pánico de subir a sus apartamentos, y él les permitió que pasaran la noche en el invernadero. Durante mucho tiempo, en diciembre llegaban personas con regalos de agradecimiento .

Una amiga muy querida, Carolina Baquero, me refirió que en una oportunidad estaban ella y su esposo, mi primo Francisco Baquero, en una tienda en Sabana Grande, y hablando con el dueño salió mi abuelo en la conversación. Les comentó: “Don Elías González debiera llamar a su esposa Orquidiosita en lugar de Rosita, por el amor que le tiene a las orquídeas”.

Todas estas historias y recuerdos, en estos días en los que el tiempo libre puede fácilmente ir acompañado de nostalgia, especialmente por la familia que tenemos afuera, me permitió sacar provecho y echar mano de las maravillosas vivencias que me han acompañado toda la vida, que espero que mis nietos, toda la familia y gente querida puedan disfrutar.

 

Rosa Elena Larrazábal de Maldonado

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