Monjas enclaustradas

 

Cuarentena Covid-19, agosto 2020

 

El día que cumplió quince años, mi tía Gracielita le dijo a mi abuelo delante de toda la familia: “Papá, quiero informarte que he decidido entrar a formar parte del Convento de las Adoratrices, Siervas del Santísimo Sacramento, y ya lo he arreglado todo”.

Me imagino, cada vez que recuerdo la historia, cómo sería la cara de Eduardito, mi papá, pues él y Graciela eran los más unidos de los cinco hermanos, cómplices, se adoraban. Él decía que no podía entenderlo, pues ella era el cascabel de la casa. Su alegría, naturalidad, espontaneidad y frescura lo llenaban todo.

Imagino, igualmente, que sentiría un respiro ante la respuesta de mi abuelo: “Bueno, Gracielita, déjame decirte que estamos todos muy felices con esta noticia, pero quiero informarte que aquí no se va a volver a tocar este tema hasta que hayas cumplido los dieciocho”.

Supongo que preparándose para lo que serían sus futuros votos de obediencia, hizo caso al mandato de forma tan rigurosa que mi papá contaba que en esos tres años, hasta a él, que era su compañero fiel, se le habría olvidado el asunto. Se divirtió, tuvo pretendientes, ya que era bella y dulce, y continuó su adolescencia como si nada hubiera sucedido.

El día cuando cumplió dieciocho años, todos se levantaron y vieron una pequeña maleta en la puerta de su cuarto. Con una gran sonrisa les dijo a todos: “Vístanse rápido. Ya se cumplió el plazo; nos están esperando en el Convento, y no se me asusten porque sea de clausura”. Mi papá tenía diez años para ese entonces, y cada vez que hablaba de ese día se le humedecían los ojos al recordar lo que fue la primera despedida fuerte y dolorosa de su vida.

Con esta historia, que oí desde que tuve uso de razón, la conocí, y comencé a quererla y a admirarla.

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El convento estaba situado en la Parroquia Santa Rosalía, de Glorieta a Hospital, a corta distancia de la cárcel de La Rotunda. Luego de su ingreso, no les fue permitido visitarla por un tiempo largo. Años después, para la época en que mis papás se casaron, se podía visitarla una vez al mes.

Vivíamos en Tocorón, estado Aragua, donde mi papá trabajaba como ingeniero agrónomo, y nuestro viaje mensual a Caracas era un acontecimiento, ya que era para poder visitar a Gracielita. Recuerdo que nos cargaban para llegar a la altura de una ventanita que era del tamaño de su cara, y nos encontrábamos con una sonrisa que ocupaba todo el espacio y una voz dulce, alegre, que irradiaba felicidad.

Sus otros sobrinos, mis primos Larrazábal Zambrano, tienen los mismos recuerdos de su dulzura y cercanía cuando la visitaban. Sabía el más mínimo detalle de la vida de cada uno de nosotros, y nos hacía sentir importantes y queridos. Salíamos fascinados de haberla visto, y cargados de todas las delicias de dulces criollos y galletas que mi mamá les compraba a las monjas.

Hermana María Graciela de la Trinidad

En 1949, después de 13 años de haber ingresado al convento, una orden proveniente de Roma le informó a la congregación que ésta debía integrarse a la comunidad, para comenzar a trabajar con jóvenes abandonadas e inadaptadas de la sociedad, y eliminar el claustro.

A los pocos días de recibir esta notificación, a mi tía Graciela se le encomendó salir a hacer su primera diligencia fuera del convento. La única indicación que recibió era que debía tomar el tranvía, bajarse en el sitio indicado y, luego de terminar el encargo, regresarse de igual forma. Salió con toda la mejor disposición a las 7 a. m, y se paró en la esquina a esperar. Vio pasar las horas sin atreverse a preguntarle a nadie, hasta que alrededor del mediodía, el dueño de una farmacia que se encontraba al frente y llevaba todo ese tiempo observándola, se le acercó y le dijo: “Hermanita, ¿usted está esperando algo? “Sí, al tranvía”. “Pues fíjese que éste fue eliminado hace dos años, en 1947”. Ni ella, ni al parecer nadie de la congregación, estaban al tanto de esos pequeños detalles mundanos que podían suceder en una ciudad pujante como la Caracas de entonces”.

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Por supuesto, tuvo que regresar al día siguiente, tomar el autobús según las indicaciones de su Ángel de la Guarda, y no olvidarse de llevar dinero para el pasaje, detalle que ninguna de las monjas había tampoco tomado en cuenta.

Años más tarde, el Convento de las Adoratrices cambió de sede y se trasladó a la Avenida Sucre de los Dos Caminos, donde sigue existiendo actualmente. Para ese entonces, la Hermana Graciela ya se había convertido en una experta en movilizarse por toda Caracas, al punto que estudió dos carreras en el Instituto Pedagógico de El Paraíso: Pedagogía y Educación. Su inteligencia y preparación la llevaron a dirigir las escuelas para jóvenes no sólo en Caracas, sino también en Maracay y San Cristóbal.

En los años que vivió en Maracay, fue cuando la pudimos sentir más cerca, ya que mi familia se había mudado a esa ciudad en 1966 por el trabajo de mi papá. Mi hermana menor, Mercedes Cristina, tuvo el privilegio de ser preparada por mi tía para hacer su primera comunión, la cual se llevó a cabo en el Convento de la Avenida Las Delicias del que era su Directora, y en el que realizó una labor maravillosa.

Un buen día, habiendo cumplido treinta años de haber ingresado a las Adoratrices, llamó a Eduardito—su confidente—para que fuera al Convento a reunirse con ella. Le notificó que había hecho diligencias con Roma para solicitar al Vaticano autorización para cambiar de congregación e ingresar a la Orden de las Carmelitas Descalzas en Barquisimeto. Su argumento era que ya había servido con obediencia durante todos esos años, había cumplido una función importante como educadora, pero aspiraba que le fuera permitido volver a lo que su vocación inicial le pedía: una orden de claustro.

Al igual que cuando tenía quince años, ya se había informado, había realizado todos los contactos y había tomado su decisión. Mi papá se sorprendió una vez más pero, por supuesto, la apoyó y su admiración hacia su hermana siguió aumentando.

El permiso le fue concedido. Y así como en 1936, una vez más le tocó a Eduardito, acompañado esta vez de mi mamá, llevarla al Convento de las Carmelitas Descalzas en la carretera a Río Claro en Barquisimeto, para convertirse en la Hermana María Graciela de la Trinidad.

El nuevo entorno donde mi tía Gracielita vivió los últimos veintisiete años, estaba rodeado de vegetación, con un clima privilegiado en una colina cuya vista era el Valle del río Turbio.

Para hacer un poco de historia, la Orden de las Carmelitas Descalzas tiene el Patrocinio de Nuestra Señora del Carmen y de San José y se rige por el estilo de oración legado por Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. La vida está centrada en la contemplación, el silencio, la meditación y el apostolado; las promesas que realizan son obediencia, pobreza y castidad. El nombre de descalzas no es porque no lleven calzado sino porque, en 1562, Santa Teresa de Jesús, en la ciudad de Ávila en España, impulsó una reforma a la Orden del Carmelo para devolverla a sus principios: la austeridad, la pobreza, el trabajo y la clausura. Realizan manualidades de todo tipo: ornamentos litúrgicos, escapularios, rosarios, tarjetas, dulces, etcétera.

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Mis papás, por la cercanía entre Maracay y Barquisimeto, la visitaban con mucha frecuencia para llevarle toda clase de donaciones e insumos (especialmente de papel, ya que mi papá era Gerente General de MANPA).

En el nuevo convento, las visitas se daban en dos salones de iguales dimensiones divididos por una reja. En uno se situaban los visitantes, y en el otro las monjas. A un lado, una rueda cilíndrica de madera nos brindaba galletas deliciosas y jugos de fruta que sabían a gloria, aunque mi hermana menor siempre los llamó jugos misteriosos porque no sabía la combinación de frutas que tenían. La comunidad entera suele participar de la alegría de los encuentros familiares.

En una de esas ocasiones, mi papá fue notificado de la angustia colectiva de la comunidad, porque una plaga había invadido el gran jardín de árboles frutales que se encontraba en el patio central del Convento: aguacates, lechosas, mangos, nísperos, parchas granadinas, parchitas, naranjas , y todo tipo de hortalizas, que conformaban algo así como un Jardín del Edén. Todo lo que cosechaban era para el consumo del Convento y para la preparación de dulces criollos para la venta.

La Madre Directora le preguntó a mi papá si estaría dispuesto a revisar la gravedad del problema en su calidad de ingeniero agrónomo, y así fue como desde ese día Eduardito se convirtió en el único privilegiado que tenía la potestad de traspasar el umbral de las rejas, para dar una revisión a los árboles y supervisar su mantenimiento.

Luego todos disfrutábamos de sus cuentos, describiendo cómo era todo en el interior: la paz que se respiraba, la brisa que llegaba del valle y una Presencia Divina que podía sentirse y casi palparse.

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En los años setenta, mi tía Inés, la mayor de los hermanos, enfermó seriamente con una artritis reumatoide. Gracielita comenzó a moverse para lograr que al menos una vez al año le fuera permitido viajar a Caracas para visitar a su hermana. Su línea de conexión directa con Papá Dios le concedió su pedido; así pudimos disfrutarla cuando venía, siempre acompañada de una novicia, y mi tía Inés mejoraba sólo con verla. Alejandro, uno de mis primos, recuerda que se las arreglaba para darse una escapadita al Mercado de Quinta Crespo para llevar cosas al Convento.

Años más tarde, cuando Rafael Eduardo, el mayor de mis tres hijos, comenzó clases de cuatro en el Colegio San Ignacio, inventó crear un grupo musical con sus hermanos y todos los primos; para ese momento eran nueve los integrantes. Lo nombraron el Grupo Maracas porque “tocaba tan bien en Maracay como en Caracas”; los aguinaldos eran su especialidad. La gloria absoluta de mi tía Graciela y la comunidad eran nuestras visitas familiares en cambote cada Navidad, cuando el Grupo Maracas las deleitaba con su repertorio. Éramos tantos que a veces no cabíamos en el saloncito.

Visitantes de la familia

Todos los sobrinos-nietos tienen recuerdos increíbles de esas visitas. Para mi segundo hijo Carlos Enrique: “Recuerdo lo lejos que era, pero ustedes nos inculcaron la necesidad de ir a verla para que entendiéramos lo que significaba su vocación y sacrificio. Nos pasaban la merienda por una ruedita que no permitía el contacto, pero nos ponía a la expectativa de su salida al saloncito; los espacios de la reja eran tan angostos que la mano casi no podía pasar. Para un niño era visualmente difícil de entender. Siempre llevo su estampita en mi cartera”.

Mi hermano Carlos, cuando trabajó por varios años en Tablopan, visitaba con frecuencia el Central La Pastora, en el estado Lara, y aprovechaba siempre para visitar el convento. Les llevaba donaciones de sacos de azúcar para los dulces que preparaban. Las monjas entraban en júbilo total.

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Años más tarde, en 1980, la congregación decidió realizar una expansión en un terreno lateral a la edificación principal, para construir una casa de retiro que atendería a estudiantes de Teología y Espiritualidad.

Gracielita era para esa época Directora del convento. Con la experiencia que la vida le había dado en materia epistolar, comenzó a escribir cartas con destino no solo nacional, sino también a distintas instituciones católicas en el exterior. Cuál no sería su sorpresa cuando, semanas más tarde, llegó un día un sobre del extranjero con una contribución proveniente de una comunidad religiosa en Alemania. La donación era tan sustanciosa que se pudo realizar una vez más el proyecto que era uno de los sueños de la congregación.

Sólo pienso lo que este personaje hubiera logrado hoy en día, si hubiera tenido a su disposición Internet, WhatsApp o cualquier tipo de ayuda en materia de comunicaciones.

Carlos logró otra donación, no sólo de sacos de azúcar, sino de un camión con tableros de Tablopan para que pudieran mandar a hacer los cubículos y el mobiliario. Gracielita le informó, en uno de sus viajes de trabajo, que estaban felices porque habían logrado hacer casi todo. Pero lo más importante era que a ella se le habían mejorado notablemente sus dolores de espalda. “¿Y eso?” le preguntó Carlos. “Bueno, es que nosotras dormimos en colchonetas que van sobre una base de tubos… y ahora le pusimos a cada catre una tabla encima y dormimos mucho mejor”.

Situaciones como ésa, relacionadas con la rigidez de los votos de pobreza y austeridad, eran la única cosa que a mi papá le costaba aceptar pero que siempre respetó; jamás intervino al respecto.

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Mientras revisaba en Internet, buscando datos sobre la Congregación de las Carmelitas para este relato, encontré comentarios que me ayudaron a entender un poco más esa inquietud que siempre tuvo la familia:

    • “La mística del Claustro, no es caminar entre nubes… es tener bien puestos los pies sobre la tierra y saber que debemos imitar a Cristo en cada una de sus virtudes”.
    • “No hay que ver la rejas como encierro; debemos ver las rejas que cargamos nosotros en nuestra vida”.
    • “Las hermanas de clausura son la planta eléctrica de oración que ayuda a la Iglesia”.
    • Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; 
la paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta. (Santa Teresa de Jesús).

María Graciela de la Trinidad vivió su vocación al extremo; entregó la mitad de su vida a servir al prójimo de forma directa, y los últimos veintisiete años  estoy segura de que su entrega a la oración fue aun más valiosa para el mismo fin. En 1992, a sus 75 años, después de haber aceptado su enfermedad y no habérsele oído ni una sola queja, pidió ser trasladada a la casa de retiro, de manera que mis papás pudieran estar con ella en sus últimos días. Fue a encontrarse con el Dios por quien vivió y a quien se entregó de corazón. 
Se despidió con la sonrisa que siempre la acompañó, y con la alegría inmensa de que su amado Eduardito y mi mamá estuvieran con ella tomados de la mano. La eucaristía previa a su entierro fue algo sublime. Nuestros sollozos, junto a los de la cantidad de personas que asistieron, estuvieron acompañados por la música celestial de todas las hermanas del convento.¶

 

Rosa Elena Larrazábal de Maldonado

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