Tomado de

Diario literario 2023, abril (parte IV): los hermanos de Brigitte Reimann, el alcatraz de Ismael Urdaneta, elegía romana

 

Milán, miércoles 19 de abril de 2023 

Elegía romana (1)

Roma no es una ciudad plana como es Milán, Alessandro. Roma tiene siete colinas: Celio, Quirinale, Viminale, Capitolino, Palatino, Aventino y Esquilino. La más importante en la época de la fundación fue la Capitolino…

“Y cómo está el señor Oliveros. Un gran uomo tu papá. Me ayudó mucho durante mis primeros años en Venezuela. Tenía unos amigos en el Banco Obrero y me consiguió una casa nuevecita  en la urbanización Michelena. Allí viví cómodamente con mi esposa y el hijo que tuvimos allá. En Navidad siempre se presentaba con juguetes y una enorme cesta de Navidad llena de comida, una lata enorme de Ovomaltina que, según él, era el mejor alimento para los niños. Cuando decidí regresar porque tenía aquí, en Roma, una oportunidad, se despidió de mí con lágrimas en los ojos. Me regresé porque yo soy de aquí, nacido en Trastévere, y porque a mi cuñado, aquel tipo serio que ves en la caja, le ofrecieron que se hiciera cargo de este café y querían empleados con experiencia”. Estamos en diciembre de 1997 y el que habla es Luciano, uno de los dos jefes de mesoneros del legendario Café Greco, a pocos metros de Piazza di Spagna. En una mesita frente a la mía Goethe escribió sus “Elegías romanas”. Vivía no muy lejos de aquí en el Corso cerca de Piazza del Popolo. Estos poemas son su declaración de amor al mundo del meridiano que asociaba con la legendaria Arcadia. Aquí, en Roma, conoció la otra cara del sexo, desenfrenado, sudoroso, violento, reiterado y apasionado. tan distinto al que conseguía en Weimar, con mujeres tan almidonadas y empolvadas como madame von Stein. Antes de Goethe, Café Greco ya había tenido visitantes ilustres. Y después también, como Simón Bolívar, romántico y delirante.

Milán, jueves 20 de abril de 2023

La primavera es así, como los adolescentes, inestable, impredecible, solar y lluviosa al mismo tiempo. Durante tres días, la luz de Milán fue la más dulce, con sus aromas de vino blanco de las alturas alpinas y jazmín; una luminosidad que limpia las pupilas hasta el alma, y aligera el aire para desmentir las chocantes leyes de Newton. Tres días espléndidos frente a la mugre de la historia. Pero la primavera es así, y hoy amaneció lloviendo, con una lluvia más bien rara en esta “pianura” padana. Con la lluvia, el frío y la humedad y el viento. Un clima miserable que no es otoño ni invierno, y mucho menos primavera.

Fragmento de PrimaveraAntonio Vivaldi, Las cuatro estaciones.
Quinteto Carmel A Cappella.

 

Elegía romana (2)

No sólo Goethe o Bolívar, todo el que llega a Roma se siente estimulado a proponerse grandes proyectos. El mío era el de un libro, una lectura del Barroco, que asociara a los grandes maestros de la pintura de la época con los poetas contemporáneos. Poussin y la Arcadia de Sannazaro; Velázquez (sus vistas de Villa Medici y el Quevedo de “Buscas a Roma en Roma…”, y “Miré los muros de la patria mía…”); Borromini y Richard Crashaw, el metafísico inglés, católico y enloquecido, asesinado en una iglesia de la ciudad; Bernini y Marino y así. Me parecía el menos obvio de los asuntos, y me ilusionaba que fuera en castellano que se publicara por primera vez un libro sobre esta materia apasionante. A mi favor, mi experiencia como profesor de la materia durante largos años en una Escuela de Bellas Artes y mi sensibilidad de poeta. Sin sospecharlo, me embriagaba con ilusiones de las que hoy me río. Durante mis reiteradas visitas a la ciudad, organizaba recorridos y lecturas, teniendo como base de operaciones mi mesa en el Greco justo enfrente a la mesita de Goethe. Sentía que era lo más lógico. Al fin y al cabo, al autor de Werther había dedicado, a mis veintidós, el primer ensayo largo de mi vida. Una extendida lectura de sus obras más importantes (no sólo Fausto, en diversas versiones, incluyendo la francesa de Nerval; Werther y Afinidades electivas, sino Herman y Dorotea, Torcuato Tasso, Egmont, Clavijo,  el Ur-Fausto, el Diván, las Elegías Romanas, la Elegía de Marienbad, los libros de viaje y hasta la Teoría del color), que sería mi trabajo para una de las asignaturas del segundo año de Educación, la escuela en la que me inscribí después de dejar la Medicina, y que sería extraviado por el más tonto de los tantos profesores que he tenido en Medicina y Educación. Mientras, Luciano hacía adelantos en la búsqueda del apartamento. Su manera de servir las mesas del elegante y legendario café era la más adecuada para su porte impecable, que deslucía en el pequeño restaurante Roma, de Valencia, donde trabajó una decena de años. “Me acuerdo mucho de ti, siempre pedías lo mismo, spaghetti a la boloñesa. Una vez tu papá te complació y, después de la primera ración, te pidió otra. Estabas feliz”. Ah, la salsa boloñesa del Roma, la mejor salsa del mundo, salida de las manos milagrosas de la cocinera, esposa del dueño, y madre de la chica que después sería compañera de estudios en la universidad. Aquel ragú, cocinado a la perfección durante horas, una sabía coordinación de los sabores del tomate, la carne molida, el laurel, el orégano, una sombra de ajo, un perfume de romero tal vez una azúcar adjetival para compensar la acidez marina del “sanmarzano”. Todos los sabores de Roma, la ciudad de las siete colinas de Alessandro, mediterránea y solar, dorada y luminosa, tan diferente, sin embargo, de Nápoles, su eterna rival del meridiano. Nada en mi vida como esa boloñesa, una manera inexacta de nombrar la más gloriosa combinación de sabores mediterráneos; un milagro culinario desconocido, entre otros, por los mismo boloñeses, quienes no tienen idea de esa salsa, que lleva su nombre. Con su elegancia natural, Luciano circulaba por las mesas del Roma con la misma elegancia con la misma elegancia de Cary Grant. Mi madre siempre lo decía, “Luciano es demasiado para este restaurant, deberías encontrarle un puesto en otra parte, Guillermo”. Pero Luciano se sentía bien allí, donde estaba. Que el restaurant se llamara Roma, y sus propietarios fueran de origen romano, compensaba los dolores del exilio. Un día, Luciano, aprovechando que habíamos llegado temprano, dice: “Me gustaría hablar con Ud., señor Oliveros. Lo que pasa es que, antes de venirme, cuando era un muchacho, dejé en Italia a una joven con la cual me había comprometido. Eso fue hace ocho años y creía que todo se había olvidado, pero me escribió mi mamma recordándome el compromiso…”. Después de apurar su cerveza, mi padre: “Qué edad tiene ella? ¿Y te sigue gustando?” Luciano fue tan claro como sus movimientos al servir o retirar los platos de la mesa. No podía decir que siguiera enamorado, pero siempre le había gustado. “¿Qué hacen sus padres?” Cuando Luciano contó que el padre de la chica era dueña de un buen café en Trastevere, sentí que mi padre había tomado una decisión. “Mándala a buscar, Luciano, y cásate con ella”. A las pocas semanas, mi padre era el testigo de la boda por poder. Y, poco después, le facilitó un automóvil para que fuera a Maiquetía a recogerla. Nunca la vi, pero mi padre nos dijo a todos que era una muchacha de veintidós años muy bonita. Mi madre respiró porque, “Luciano es tan decente que no le iba a decir que no a un compromiso, y le han podido ‘encasquetar’ cualquier mujer”. Mi proyecto de libro seguía avanzando y, en una cena en Caracas, la comenté con Leopoldo Iribarren y Luis Pérez Oramas. Leopoldo regresaba de un viaje impresionado por todo lo que ofrece la Urbe, desde las trattorias a los mosaicos de Santa Maria Maggiore. Luis Enrique había estudiado con Louis Marin, autor, de un apasionante estudio sobre Caravaggio. Además, era un consecuente estudioso del tema de Arcadia, asunto de la inquietante pintura de Poussin.¶

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