Una Caracas brumosa, cubierta por una nube de arenilla traída por el viento desde el desierto del Sahara, se veía de punta a punta desde los jardines de la casa de Carmen Tahío. Adentro, algo deslumbradas por el sol hirviente reflejado en la piscina, pero tocadas por la brisa cruzada de las ventanas de la casa, las Hormigas discutimos el libro de Ken Follett, El umbral de la eternidad.

Ya conocíamos al autor y también lo abundante—tanto en cantidad de novelas como de exceso páginas en ellas—de su trabajo. No todas pudieron terminarlo; hay que reconocer que al grupo le cuesta tragarse esos ladrillos. A pesar de eso, obtuvo una alta puntuación (6,5 puntos) porque nos sentimos involucradas en la historia universal. Esos tiempos de la guerra fría son nuestros tiempos; hemos sido espectadores en primera fila de los hechos. ¿Quien no recuerda dónde estaba y qué estaba haciendo en el momento cuando se enteró de la muerte de Kennedy? Algunas Hormigas recuerdan las oraciones en el colegio, que rogaban para que no sucediera una catástrofe nuclear cuando la crisis de los misiles en Cuba. Tal vez fueron esas oraciones infantiles lo que impidió que traspasáramos El umbral de la eternidad.

La novela—que comienza con la construcción del muro de Berlín y termina con su caída treinta y ocho años más tarde—está bien hilada y agradablemente escrita. Que los personajes sean nietos o hijos de los que vivieron las aventuras de las anteriores novelas (Los pilares de la tierra y La caída de los gigantes) da cohesión a la trilogía. Hay momentos en que se nos confunden un poco, pero es que son muchos y están tratados sin demasiada profundidad. A pesar de eso, algunos lectores han escrito al autor reclamando que no puso a la hija de un importante personaje de una anterior narración, lo que demuestra la pasión con que han leído su obra, que se ha vendido muchísimo; otros querían más personajes aún o más profundidad en sus caracteres.

Las promiscuas y liberales relaciones de pareja, que practicaban casi todos los personajes en la novela, no resultaron muy creíbles para algunas, a pesar de que transcurrían en el período de “Paz y Amor”. La escandalosa relación del presidente Kennedy con una jovencita de color que reporta haber jugado con él en la misma cama de Jackie, parece estar bien documentada y debidamente reconocida por el autor en los agradecimientos del libro. La existencia o no del “mal”, en la historia y en la vida, fue también tema de discusión, así como la presencia de “lo primitivo” del ser humano—que se manifiesta más claramente en los momentos de crisis—y que alguna calificó como desorden remanente del pecado original.

A pesar de lo extenso de la novela, algunas Hormigas echaron en falta más detalles de la historia, sobre todo en la menos conocida para nosotras, la de Rusia. La que más conocemos, la de los Estados Unidos, fue la que más gustó, aunque fue obvio y no siempre compartido el antiamericanismo de Ken Follett. Fue imposible no traer a colación los últimos acontecimientos raciales en EEUU, que son residuos del pasado, de lo que algunas de nuestras compañeras vieron y vivieron en el Norte en los años sesenta y setenta.

Berlín y su muro nos conmovieron profundamente, y no pudimos menos que sentirnos reflejadas en la separaciones familiares que narra la novela. Notamos en la historia, que a veces parece repetirse, cómo hay momentos cuando los gobernantes no tienen salida y no les queda otra opción que seguir por donde van hasta que caen. Los países se han recuperado con el tiempo de sus desgracias y, como ellos, Venezuela también se recuperará.

Ese espíritu de fe en el futuro estuvo presente esa tarde de calina en la casa de espacios abiertos al jardín. Las obras de arte, que adornan cada rincón diseñado por Beckhoff para su casa, fueron hermosa compañía y disfrute para el Hormiguero. La anfitriona, dulce y cariñosa como siempre, se esmeró con la presentación del libro, la merienda y el paseo guía por la casa grande que nos maravilló. Como siempre, ésa es la tarde del mes que recordaremos con más agrado.

NS

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