Tomado de Prodavinci (13 de julio de 2021) – PERSPECTIVAS
POR Krina Ber
TEMAS PD Literatura
[Entre el 28 y 30 de junio pasado se celebraron las V Jornadas de la Sesión Venezolana de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). En dos mesas redondas, denominadas «El relato escindido: narrativa venezolana actual», un grupo de narradores venezolanos disertó respecto de lo que significa hoy escribir en o sobre Venezuela. Presentamos el texto de Krina Ber.]
Con todo el peso de la narrativa de no-ficción, la crónica, el testimonio y la denuncia que con razón imperan en las letras venezolanas, la “extranjería” despunta como tendencia literaria creciente a medida que nuestros escritores siguen la ola del éxodo. Recuerdo mi estupor cuando se fue Salvador Fleján o Fedosy Santaella, Gisela Kozak y tantos otros; los aguijones del pesar ante la desaparición de las caras conocidas en los eventos literarios (que también menguaban), hasta que ese goteo de ausencias se ha vuelto un chorro incontenible y terminé por asimilarlo como parte de nuestra normalidad junto con otras pérdidas y barbaridades. Hoy día la extranjería ya no es algo excepcional, sino la condición vital de muchos escritores venezolanos.
Muchos no pueden y no quieren despegarse de su tierra de origen. Gracias a Dios –o más bien a la tecnología– la relación cotidiana con el terruño no se interrumpe como antes al dejar de pisar sus calles y abrazar a las personas queridas. Hay una diferencia antropológica en la manera de irse hoy día y el agujero negro en que desaparecí yo misma de las calles y las personas de mi vida cuando mi marido, el bebé y yo emigramos a Venezuela. La separación, por dolorosa que sea, ya no es un golpe de hacha; el milagro de Internet se encarga de amortiguarla con comunicación directa y noticias al instante. Más bien es al revés: vivir lejos ha dejado de ser excusa para alejarse y desentenderse del todo. Nadie puede permitirse ese lujo. En el espacio virtual sin distancias no hay escape del país que palpita en las pantallas del planeta desde Chile hasta Islandia, un pulpo de mil tentáculos unidos a un corazón enfermo. Así perdura también la comunidad de escritores que salieron y los que se quedaron: exilio e insilio, dos caras del mismo desastre. No obstante, por ahora existe y hasta se está revitalizando el corpus que los críticos se encargan de definir y los demás sentimos de manera más o menos intuitiva como “literatura venezolana”: estas jornadas de LASA son testimonio de ello. Y también existe algo como solidaridad gremial o afectiva, la misma que hace que un nuevo libro de Rodrigo Blanco Calderón, Gustavo Valle u Óscar Marcano me despierta un inmediato interés y una cierta sensación de regocijo.
Para los lectores pendientes de las novedades es evidente que, en contra de todos los pronósticos, presenciamos este año un gran repunte de literatura venezolana con libros publicados mayormente fuera del país. No voy a enumerarlos: en su texto, Fedosy Santaella ha presentado una lista muy completa de ellos, de sus autores y editoriales.
Dicho esto, ¿qué podría aportar yo a este diálogo o sumatoria de ponencias que nos agrupa en esta mesa?
Tal vez el punto de vista que hoy, para bien o para mal, se está volviendo común: el de escribir siendo inmigrante, que es mi caso desde siempre. Ser inmigrante en Venezuela es también una situación común; pero ser una inmigrante en la literatura venezolana, no tanto.
«El relato escindido», es el tema de estas ponencias. Y me viene a la mente una canción del gran poeta que fue Leonard Cohen:
There is a crack , a crack in everything.
That’s how the light gets in.
La luz penetra por las grietas. No se me ocurre una mejor metáfora para nuestro escindido relato nacional.
La literatura no sale del alma lisa: escribimos desde nuestras grietas psíquicas y zonas quebradas. Escribimos desde el horror o la melancolía, desde el despecho, la infancia perdida y los fracasos de la vida adulta; escribimos desde la opresión y las realidades que se desmoronan.
Tanto los que se fueron como los que nos quedamos escribimos desde una grieta.
En toda literatura existen fisuras existenciales. Mis relatos esconden también algunas pérdidas personales, aunque tuve la suerte de pasar entre las gotas de la Historia sin mojarme demasiado con sus guerras, totalitarismos y revoluciones… al menos hasta la época actual. Pero mi principal grieta es –o era– en efecto, la “extranjería”, la sensación de estar siempre al margen de lo que de verdad importa, sea cual sea aquella, de no poseer ni pertenecer por completo a nada. Supongo que muchos escritores han conocido esa grieta, ya que la mera necesidad de escribir delata cierta dosis de extranjería aún en los más autóctonos. En mi caso la respalda el hecho innegable de ser una inmigrante, o sea: una extranjera auténtica. Alguien que no entiende todos los códigos del mundo que lo rodea, alguien nunca plenamente integrado como yo en las dos épocas en que escribía, separadas –mejor dicho: escindidas– por otros idiomas y países y por casi treinta años de vida adulta.
Adolescente en Tel Aviv, mantuve un diario en polaco: mi idioma materno dejado atrás. Patéticamente inútil y un suicidio social si llegara a conocerse su existencia en mi entorno de entonces, ese diario representaba un espacio secreto de consuelo donde no necesitaba combatir ni ocultar mi naturaleza soñadora y despistada. Lo he sido entonces y lo soy ahora, cuando escribo en venezolano en Venezuela y, sin embargo, la grieta de la extranjería persiste. Probablemente porque llegué aquí como a una página en blanco, ya adulta, graduada y casada, y con el tamiz mental de referencias formado del otro lado del Atlántico. Y es muy difícil cambiar la manera en que tu mirada filtra la realidad.
¿Qué significa escribir desde la grieta de la extranjería?
No todo se puede explicar pero cualquier lector puede sentir la diferencia que va mucho más allá de cuestiones de estilo entre mis textos y, por ejemplo, los de Antonio López Ortega, Gisela Kozak o Alberto Barrera Tyszka, para nombrar algunos entre muchos; textos donde lo autóctono existe sin esfuerzo, sin darle importancia –parece– porque sus marcas brotan por sí solas del arraigo en esta tierra, en sus tradiciones familiares, nombres y paisajes con la seguridad de los hijos del terruño. Ni en sueños podría escribir así sin que se notase la cautela de la investigación, la impostura del disfraz ilegítimo. Otro sería el caso si tuviera la habilidad y la pasión por documentar la realidad, pero no es así. Por eso mi narrativa describe lo cotidiano desde el eterno extrañamiento de forastera y en cambio evidencia un vacío de referencias exactas, lugares, nombres y datos precisos. Administro tal información a cuentagotas, chequeo, reviso, generalizo, diluyo, modifico hechos y sitios reales, me amparo en las licencias que otorga la ficción, adopto el punto de vista de personajes raros, periféricos, un poco extranjeros todos. Me siento cómoda situando la acción en un cruce entre una calle que existe y otra que no. O entre dos calles que no existen, como ese pueblo costero donde transcurre la acción de Nube de polvo que reúne las características de muchos, y qué importa que no tenga nombre si es familiar a los lectores.
Mi “estatus” fue definido por un profesor del departamento de Literatura Latinoamericana de la Universidad de Jerusalén: Una «infiltrada en las letras venezolanas».
Me gusta porque implica una mirada externa desde adentro. Por tanto, una mirada escindida.
Descubrí esas cosas conversando horas con Liliana Lara quien, en 2008, ya contaba diez años de inmigrante en Israel pero situaba sus cuentos allí donde se sentía segura: en Venezuela. «Los jardines de Salomón»: el único relato de su primer libro que muestra escenarios israelíes me causó estupor: yo, hija legítima de ese país (superadas las grietas de la adolescencia) no lo reconocí en la narrativa de Liliana, en la visión periférica de sus personajes. Pero reconocí las marcas de extranjería porque todavía estaban en mis propios cuentos, tras treinta años de vivir en Caracas y siete escribiendo en nuestro idioma.
Las raíces, o la falta de ellas, ambas condiciones subyacen en la narrativa como un mensaje cifrado.
La emigración de tantos escritores adultos y jóvenes terminará por asentar esa grieta que conozco de sobra. Describirán su espacio de acogida desde los ojos del forastero, con cautela y cierta extrañeza. Habrá quienes –con observación, disciplina y narrativa testimonial– logren superar su extranjería y despegarse, pero la mayoría seguirá situando la suya en Venezuela, cada vez más fantasmal, alejada en el tiempo. Aparecerán más textos en los que el propio espacio venezolano se vea ajeno por quien regresa impregnado de otras realidades, como el protagonista de la última novela de Miguel Gomes. Cambia la mirada y cambia el terruño sometido a la destrucción.
Mientras tanto los que nos quedamos aquí padecemos otra grieta, llamada insilio. No reconocemos al país grotescamente envilecido que se desmorona ante nuestra impotencia. Estamos exiliados de él sin habernos mudado.
La ficción viene a mano para exorcizar el extravío. Cuando lo testimonial no parece suficiente para dar cuenta de la realidad, no es extraño que varios escritores hayamos recurrido a la distopía como una suerte de laboratorio-espejo fuera de su alcance directo. Me vino fácil situar mi último libro en ese tipo de universo paralelo dominado por un régimen totalitario que no describo porque no me interesa la ideología bajo la cual se presenta, sino la manera cómo se empeña en quebrar el sentido de realidad de los ciudadanos.
No digo que la creación de distopías sea una corriente dominante de la narrativa producida en Venezuela ni mucho menos, pero ayuda a expresar nuestros miedos y nuestra indignación, recuperar la distancia y la capacidad de asombro.
Hoy día el concepto de literatura distópica aún sigue asociado con 1984, de George Orwell, y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury –clásicos insuperables del género–; sin embargo, se está desvinculando cada vez más de los dos aspectos fundamentales de esas obras: ya no es futurista ni de ciencia ficción. Se trata sobre todo de universos paralelos, espejos que revelan las capas de terror y espanto dentro de las realidades presentes cuando estas se vuelven difíciles de asir con las herramientas del registro y la ficción acude para expresar, más que los hechos, la atmósfera, el color y la textura de la materia vivida. En este sentido las distopías literarias de hoy se vinculan más bien con el extravío y la asfixia propios de los mundos incomprensibles de Franz Kafka. En las sociedades sometidas a regímenes totalitarios sus contextos se acercan a la realidad hasta el punto de que los lectores de esos países pueden reconocerse en ellas, y eso ocurre a medida que la realidad en que viven se acerca a su vez a esos modelos literarios, en tanto que la virtualidad creciente de nuestro modus vivendi emborrona las diferencias entre literatura y vida, ficción y realidad. No pocas veces lo descrito desde la imaginación de los autores se reproduce en la realidad (o «repercute», según el término de mi protagonista), como varias situaciones de Las peripecias inéditas de Teofilus Jones, novela de Fedosy Santaella publicada en 2009, que entonces se me antojaba “futurista”, pues recuerdo muy bien que hablaba, entre otras barbaridades, del emporio de las sectas y de la escasez de agua potable. En «Señales», breve cuento distópico que escribí en 2002, creí haber inventado cosas tan “fantásticas” como el racionamiento de electricidad a razón de veinte minutos por día y al describir gente que inicia una guerra siguiendo señales de humo.
Otra practicante del género en Venezuela es Ana Teresa Torres con Nocturama, publicada en 2006, novela que recrea un mundo aterrador y caótico basado enteramente, según la autora, en los recortes de periódicos que todavía se leían entonces. No existen periódicos en el mundo de Diorama, de la misma autora, recién publicada este mes de marzo. Sus personajes se mueven en la desolación del así llamado «Reino de la Alegría» donde está prohibida la tristeza y se destruyen los libros que contengan aunque sea un asomo de ella. También hay allí un «Museo de los Lugares Perdidos» en el que se va transformando aquella ciudad antes de que la virtualidad de las dioramas reemplace, sistemáticamente, la vida real. Ese último tema ha sido explorado asimismo por Carolina Lozada en su cuento, por igual distópico, «Los pobladores»; uno de los últimos que ganó el emblemático Concurso de Cuentos del diario El Nacional (hoy relegado al mencionado museo).
En mi novela Ficciones asesinas, terminada antes de la pandemia, el acento está puesto en la imposición del absurdo como modelo de normalidad, en el feroz control de la población y la opacidad burocrática que somete a la ciudadanía con reglamentos y trámites arbitrarios. También destaca el aspecto de salud mental: manicomio dentro del país-manicomio: tema que, tengo entendido, hace parte de la última novela de Luis Enrique Belmonte que no he llegado a leer.
Es cierto que los regímenes dictatoriales dan para mucho en literatura. Para los que estamos dentro es importante escribir: sean ficciones distópicas, crónicas o testimonios; es lo único que podemos oponer, al menos, a los estragos psíquicos del insilio.
Afuera, entre los escritores emigrados, es de esperarse que la extranjería con su mirada escindida, sus extrañamientos y nostalgias, se vuelva trending topic de la literatura nacional.
Y en el caso de esta “infiltrada” la grieta del insilio ha reemplazado la anterior: ya no me siento extranjera, o no tanto, no más que la gente que me rodea y escribe libros y posts en redes sociales. No hay marcas de extranjería en Ficciones asesinas porque todos los personajes son extranjeros en el insilio de aquel universo ficticio, muy parecido a Venezuela.
No encuentro palabras de cierre. Albergo algo parecido a la esperanza o por lo menos aliento, sin argumentos reales para respaldar tales sentimientos. Nuestra realidad está marcada por la represión y el volumen del éxodo venezolano, escindida entre irse o quedarse, exilio e insilio, dos heridas inducidas por la situación política. Por su parte, la literatura parece crecer enriquecida y ensancharse entre nuevos horizontes.
En física, toda escisión implica liberación de energía. Y en las palabras de Leonard Cohen «that’s how the light gets in»: porque es por las grietas que entra la luz. ¶
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