José estaba preocupado por Jesús. Nunca pensó escuchar las palabras que salieron de los labios de su nieto esa mañana fría de la víspera de Navidad, cuando le dijo lleno de cólera: “Abuelo, te he dicho que no me digas Jesús. Dime Chucho como todo el mundo, que ese nombre no me gusta”.

En verdad, no entendía al muchacho. Desde que había entrado en la universidad estaba cada día más alejado de las prácticas religiosas que eran, para estas fechas, parte de la tradición de la familia y que habían sido motivo de alegría y emoción cuando era sólo un niño. Le había dado el mayor disgusto cuando añadió: “No pienses tampoco, ni por un momento, que esta noche voy a perder mi valioso tiempo en la misa de aguinaldos. Me voy de fiesta con mis amigos, que es lo que realmente me apetece”.

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Mientras José arreglaba la vieja lancha de pesca para salir al mar, sentía un gran peso en su corazón: la tristeza de ver alejado de Jesucristo a su nieto más querido, a quien él mismo le puso su nombre, el del mismísimo Hijo de Dios. Debían ser las nuevas compañías, porque nunca tuvo mal ejemplo de su familia. Terminó de cargar la cava con hielo y, pensando en los peces que traería, prendió el motor. Éste tosió un poco al principio, pero luego ronroneó con su ruido característico. El hombre sonrió al pensar que la lancha, y especialmente el motor, se parecían cada vez más a él por lo viejos y maltratados, pero que con mimos y buenos cuidados siempre terminaban arrancando y cumpliendo su función.

La fresca brisa de la mañana y el buen aspecto del tiempo le dieron nuevos ánimos, y calándose bien su negra gorra de marinero se hizo a la mar con rumbo norte. Como ese día, eran muchas las veces cuando el olor característico del océano y la visión de su inmensidad calmaban su estado de ánimo, y hacían de él un viejo alegre y lleno de vida a pesar de sus ochenta años.

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Chucho se revolvió en su cama, todavía disgustado por la discusión con su abuelo, a quien consiguió desayunando lleno de vitalidad a las seis de la mañana, cuando él se levantaba a pesar del sueño para ir al baño.

El viejo, a quien quería inmensamente, no acababa de entender el desagrado que sentía con ese nombre que él mismo le había puesto. Era pasado de moda, y tenía tanto significado místico que le daba náuseas. Prefería el apodo que desde pequeño le habían puesto en el colegio y que no chocaba con sus nuevos y modernos amigos, que eran de variadas nacionalidades y otras muchas religiones.

El tema de Dios no estaba de moda. Era un tema del que no se hablaba en la universidad, y al ver a su abuelo y al resto de su gente tan entusiasmados con la Navidad y la casa llena con las imágenes del nacimiento, evitaba invitar a sus amigos, pues le daba vergüenza que descubrieran la exagerada religiosidad de su familia. Definitivamente, no entendía al viejo ni las largas horas de trabajo que invertía en aquella tradición.

El teléfono celular sonó con su peculiar tono y, con la invitación a jugar fútbol que recibiera, todas las divagaciones de Chucho y su mal humor pasaron a otro plano.

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José se zambulló en el mar después de comprobar que el tanque de oxígeno funcionaba a la perfección. La paz de las profundidades lo invadió lentamente con su gran silencio. Admirado una vez más del gran poder de Dios, rezó: por la paz, por la fe de Jesús, por los niños del mundo, por su salud y la de su familia. Y, finalmente, por una buena pesca.

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Cuando Chucho llegó esa tarde a su casa, muerto de hambre y satisfecho de haber jugado un buen partido, lo primero que hizo fue preguntar por José. Pero éste no había llegado aún. Después de bañarse y de almorzar en abundancia, apagó el celular y trató de dormir. Pero no lo logró. El recuerdo del disgusto de esa mañana lo había estado molestando todo el día.

No entendía el trabajo que todos los años se tomaba José para realizar el pesebre, que ocupaba media sala de la minúscula casita que compartían. No comprendía por qué pasaba largas horas recolectando en la playa piedras de colores translúcidos y palos de extrañas formas devueltos por el mar, para montar un nuevo nacimiento con las mismas bellas figuras que su bisabuela había traído de España.

Todos los años agregaba alguna escena diferente a lo que él llamaba su obra de arte, que para Chucho no era sino un estorbo. Sin embargo, nunca faltaba un desierto hecho de las arenas más finas y doradas sacadas de la playa, en el que ancianos dromedarios de mentira, guiados por reyes con largas túnicas, llevaban su carga al Niño Jesús.

Ponía también un bosque de pequeñas plantas recién nacidas, donde ovejitas de algodón, revueltas con vacas y absurdos búhos del mismo tamaño, se sorprendían al descubrir la aparición de un ángel manco del brazo derecho, que anunciaba desde hacía muchos años la llegada del Salvador.

Había un río que corría por su cauce gracias a las manos milagrosas de su abuelo. Cada año debía arreglar la bomba con paciencia, ya que invariablemente terminaba en enero sin funcionar, después de ser encendida todas las tardes de diciembre, cuando el sol se ocultaba detrás del mar. El ruidoso río desembocaba en un pequeño lago hecho de espejos, en el que flotaban ridículos patitos de plástico de desproporcionado tamaño, al lado de pequeñísimas garzas de pasta y patas de alambre. Era una hermosa tontería, reconoció Chucho, sonriendo más tranquilo. Al fin se adormeció.

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A esa misma hora, José terminaba de colocar en el hielo la pesca ya limpia. Había conseguido un par de pargos gordos que harían un delicioso almuerzo para el día de Navidad. Poniéndose un suéter y la invariable gorra, se dispuso a encender el viejo motor. No le gustaban unas nubes que venían del sureste; presagiaban mal tiempo. Se le había hecho tarde para ayudar en la cena de Navidad y recordó que en su coche tenía el vino y otras cosas importantes.

Pero el motor no encendió. Por más que buscó la falla, con su mente de mecánico experto y sus manos de callos precisos, no pudo encenderlo. Buscó las bengalas de emergencia y las puso a la mano. En el Hemisferio Norte oscurece muy temprano en esta época, y decidió seguir intentando con el motor mientras tuviera luz. Rezó en silencio y trabajó con rapidez, pues definitivamente se acercaba una tormenta.

Al ver que no lograba repararlo, buscó en el maletín el viejo celular y, encendiéndolo, recordó cómo Jesús le había pedido muchas veces que cambiara el teléfono por otro más moderno y versátil, pero él estaba acostumbrado a su aparato, que gracias a Dios funcionaba todavía. Probó primero con la casa. Sonaba ocupado. Era lógico, pues en estos días de fiesta eran muchas las llamadas de salutación que se recibían. Llamó entonces al número celular de Jesús, pero sólo respondió una grabación. Frustrado, pensó que esos benditos aparatos modernos no servían nunca cuando uno los necesitaba de verdad. Decidió dejar un breve mensaje explicándole al muchacho que tenía problemas con el motor, y no pudo dejar de sonreír al recordar cuán confiables eran aquellos antiguos y negros teléfonos de disco, que cuando uno marcaba el cero tenía que esperar que se devolviera lentamente antes de marcar el próximo número.

En muy poco tiempo, el mar se encrespó. La oscuridad era casi total por las nubes de la tormenta que finalmente se había desatado. Sintió mucho frío y optó por ponerse su traje de inmersión que, aunque estaba húmedo, lo protegería mejor de la intemperie. Así continuó luchando por encender el motor, a pesar de la lluvia que lo golpeaba con furia. Altas olas barrieron la cubierta, y desde ese momento lo único que José pudo hacer fue tratar de achicar el bote lo más rápidamente posible, viendo con angustia que era más el agua que entraba que la que él podía sacar.

Al acercarse la noche, fue más difícil mantener la pequeña embarcación a flote en medio de la tormenta y la soledad del mar. Tomó el teléfono para llamar de nuevo y comprobó horrorizado que se había mojado y no funcionaba. El bote se hundía. Por más que luchó no pudo salvarlo. Trató entonces de mantenerse sobre el agua, asido a lo que pudiera flotar. Pero los restos del bote lo aporreaban al ritmo de las olas y, maltrecho por los golpes, decidió alejarse de allí y comenzar a nadar hacia la costa lejana, rezándole al Niño Jesús para que lo ayudara a alcanzarla.

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Chucho despertó de su siesta. Como siempre, encendió el celular para ver la hora. Eran las siete de la noche y en la casa se sentía el delicioso aroma del pavo de Navidad que venía del horno. Sintió la señal de la llamada perdida y mientras se desperezaba escuchó el mensaje de José. A gritos preguntó si el abuelo ya había llegado a la casa. Cuando le contestaron que no, y viendo la tormenta en el cielo, comenzó a temblar de miedo y de angustia por él.

Trató muchas veces de contestar la llamada, pero resultó imposible. Pensó en el deteriorado celular que tantas veces le pidió al viejo que cambiara y maldijo su terquedad. Se comunicó con la guardia costera y notificó la emergencia. Allí le contestaron que saldría un helicóptero a buscar a su abuelo en lo que las condiciones del tiempo lo permitieran.

El muchacho, muy angustiado, pensó que él no esperaría. Llamó a un amigo que tenía una lancha rápida que otras veces le había prestado y le explicó la urgencia que tenía, logrando que se la ofreciera de inmediato. En muy poco tiempo estaba encendiendo los grandes motores y haciéndose a la mar, con los relámpagos alumbrando el panorama. Sabía donde acostumbraba a pescar José, pues de niño siempre lo acompañaba en sus excursiones. Hacia allá se dirigió con la lluvia y el mar azotándole la cara, dudando de poderlo encontrar en aquella inmensidad embravecida.

Recordó claramente otras noches de Navidad cuando su abuelo, con su entusiasmo contagioso, era el centro de la fiesta, y toda la familia compartía el momento con una particular alegría que parecía conectada a las luces brillantes del precioso nacimiento. Aquella noche la oscuridad era total. Sólo el faro de la lancha hacía un pequeño círculo luminoso en el mar, que las gotas de lluvia golpeaban incesantemente. Por mucho que se esforzaba, no lograba ver al abuelo ni ninguna otra cosa que no fueran las negras olas del mar coronadas de espuma.

Sabía que José era un gran nadador, y que si el viejo bote había zozobrado, no se dejaría vencer y nadaría hacia la costa. Pero el paso del tiempo y la furia de la tormenta hicieron fallar sus esperanzas, y en sus ojos se unieron gotas de lluvia, de mar y de llanto.

Sintiéndose culpable, egoísta y desconsiderado por la discusión de la mañana, se puso a pensar en qué haría el abuelo si se encontrara en su situación. Recordó claramente la oración del Ángel de la Guarda que tantas noches dijeron juntos. Con una gran angustia oró por primera vez en mucho tiempo. Pidió  con desesperación al Niño Jesús que lo perdonara y le permitiera pedirle también perdón a su abuelo por la grosería con que lo había tratado.

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A pesar de su experiencia de nadador, José sentía cómo la fuerza de sus músculos estaba llegando a su límite. Había tragado mucha agua y pensó que esta vez quizás no lo lograría. Su larga vida de ochenta años comenzó a pasar como una película por su mente, y el frío del océano a metérsele en los huesos. Luchando contra el cansancio, rezó en voz alta la oración del Ángel de la Guarda y pidió perdón por todos sus pecados. Encomendándose al Niño Jesús, sacó fuerzas de donde ya casi no existían y siguió nadando, con un ritmo regular pero cada vez más débil.

La lluvia amainó de repente, y José pudo ver algo que flotaba a la deriva. Con un último esfuerzo se dirigió hacia allá. Era un grupo de boyas blancas que, atadas por una cuerda, subían y bajaban al ritmo de las olas. Seguramente se habían desprendido de la playa con la tormenta. Las siguió con tenacidad, pues presentía que eran el milagro esperado, su particular tabla de salvación. Cuando las alcanzó, ya sin aliento, dio gracias lleno de alivio, pues podría descansar un rato a flote, para luego seguir nadando con ellas hacia la orilla. Con el nombre de Jesús en la boca, y agradecido por su suerte, pudo recuperarse progresivamente. La lluvia se había ido y el mar estaba más calmado. Se amarró con la cuerda a las boyas y hasta logró dormitar un poco a pesar del agua helada, mecido por el movimiento rítmico del mar.

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Después de haber rezado, Chucho sintió una nueva esperanza y se dijo que el Niño Jesús no iba a permitir que José muriera esa Nochebuena. Era la misma noche en la que por tantos años había visto llegar la imagen del Niño Dios al pesebre de su casa, a quien su abuelo cargaba cantando aguinaldos antiguos. Al Niño le esperaban siempre las imágenes de la Virgen y San José en una pose de eterna adoración, como esperaba su propia familia esta noche de zozobra que él volviera con José. Estuvo seguro de que el niño Dios lo ayudaría a encontrar con vida a aquel hombre que tanto lo había honrado. En ese momento, creyó ver algo que flotaba a lo lejos en la superficie del océano. Podría ser un despojo en el mar, pero hacia allá se dirigió con una ráfaga de esperanza en el corazón y el foco del faro rompiendo la oscuridad.

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José despertó de su modorra sobresaltado y vio un brillo entre las olas. Pensó que era un aviso para que se pusiera en movimiento. Ese destello de esperanza logró despertarlo de un todo e infundirle algo de las fuerzas perdidas. Con su adolorido cuerpo atado a las blancas boyas, comenzó a patalear con determinación hacia aquella incierta luz salvadora. Seguiría luchando hasta el final, pues estaba seguro de poder lograrlo con la ayuda de Dios.

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Chucho habló de nuevo con el Niño Jesús con la misma confianza conque recordaba haberle hablado en su infancia: “Te prometo no mortificar más a mi abuelo. Te prometo no olvidarme más de ti. Hasta te prometo ayudarlo cada año a hacer el nacimiento, pero devuélveme a mi abuelo. Dame una nueva oportunidad de verlo y quererlo como él se merece. Concédeme la gracia de tenerlo un tiempo más conmigo y compartir con él su amor por ti”.

Las oraciones, entrecortadas de llanto, estaban todavía en la boca del muchacho cuando divisó, esta vez claramente, el blanco contraste en el mar. Se secó los ojos, enfocó bien la luz y dirigió la veloz lancha hacia la precaria ilusión con todo el poder de los motores.

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El viejo José estaba seguro ahora. Sí; era una lancha rápida la que se acercaba a él y lo enfocaba con lo que, en la emoción del momento, entendió como la luz de Dios. Cuando escuchó los gritos supo que era Jesús; era su nieto querido que venía a buscarlo. Lloró de alegría y ya no nadó más. Estaba salvado.

“¡Gracias Dios mío; gracias Niño Jesús!”, decían el viejo y el muchacho cuando, realizado el milagro de su encuentro en medio del mar, se juntaron en un abrazo apretado con la fuerza del amor.

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Esa noche fue inmensa la alegría en la familia. El mejor regalo de Navidad, la vida de José, llegó de la mano de Chucho. El muchacho se sentía avergonzado, pues todos lo trataban como un héroe cuando él sabía que el milagro no era suyo.

Esa noche todos cantaron juntos los aguinaldos, y después el abuelo colocó al niño sagrado en su humilde pesebre. Más tarde, cuando compartían alegremente la cena, el abuelo le dijo: “Chucho, dame un trozo más de ese delicioso pavo”. Y el muchacho contestó muy serio: “Abuelo, te pido, por favor, que desde hoy y para siempre… me llames Jesús”.

Los aplausos estallaron en la mesa. La alegría de José fue inmensa, y abrazando al muchacho con lágrimas incontenibles y riendo a la vez, dio gracias de nuevo al pequeño Niño Dios, que con su fuerza infinita les permitió la gracia de celebrar, otra vez juntos en familia, el eterno milagro de la Navidad.¶

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Quiero regalar este cuento de Navidad a mis familiares y amigos. Está basado en hechos reales y, como muchas veces sucede, la realidad supera la ficción, sobre todo cuando se trata del milagro del amor.

Feliz Navidad y un 2006 lleno de prosperidad.

Nacha Sucre – Diciembre 2005

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