
Bodas de oro de José Carlos y Margarita
La casa estaba preparada para la ocasión, los cincuenta años de casados de Margarita y José Carlos.
Maritza, la hija mayor, estaba terminando de poner la mesa mientras pensaba en las diferencias de carácter entre sus padres—sonrió—y en cuán felices habían sido. Miró al reloj al terminar y calculó que en una hora y media llegarían sus dos hermanos, Santiago y Corina, con sus hijos. “Perfecto—se dijo—, así puedo descansar un rato antes de vestirme”.
En el carro, Santiago pensaba en sus padres con nostalgia, Su cara, siempre alegre, se le entristeció. Acababa de terminar una relación de cinco años con su novia de juventud, Isabel, y no lograba comprender cómo sus padres llegaran tan felices a los cincuenta, cosa que cada vez le parecía más imposible. Ser el menor y el único varón siempre le había sido ventajoso, pues sus hermanas lo consentían, su mamá lo alcahueteaba y, claro, su papá trataba de imponerle un carácter fuerte, lo que era casi imposible, pues era muy cariñoso además de ser de naturaleza alegre.
Martín y Sandra se bajaron corriendo, riendo y en competencia por quién llegaría de primero a tocar el timbre; él, alto para sus ocho años, casi del tamaño de su hermana de diez.
“Alfredo: no olvides sacar la torta”, le dijo Corina a su esposo mientras caminaba hacia la casa y daba gracias a Dios por sus padres y porque tuvieran tan buena salud.
Laura, Elisa y Anabella eran las hijas de Maritza. Eran muy parecidas entre sí, con sus diecisiete, quince y doce años, delgadas y con el pelo largo y castaño. Esperaban a su tío Santi, quien siempre las hacía reír contando cuentos, imitando voces o personas y además las trataba como unas princesitas.
El comedor resplandecía bajo la gran lámpara de cristal, la mesa haciendo gala de la celebración, vestida con un bello mantel y con la familia ya sentada para festejar. Voces y alegría llenaban el ambiente.
Margarita no parecía de setenta y cinco años, siempre arreglada, moderna y activa. Su cara irradiaba felicidad; era una noche especial y había hecho un esfuerzo al preparar las especialidades que les gustaban a todos. Siempre había sido un orgullo que las recetas familiares se habían transmitido de los hijos a los nietos, con nombres como el pastel de pollo de mamá, el quesillo de la abuelita, la torta de chocolate de los cumpleaños y, claro, las sorpresas que tanto le gustaban a Margarita; todos opinaban con risas acerca de si se adoptaban o no en el recetario familiar o quedarían en el recuerdo.
José Carlos, sentado a la cabecera, sonreía feliz viendo a su familia y no podía dejar de preguntarse cómo había pasado tan rápido el tiempo.
Le vino el vivo recuerdo de una linda muchachita; cincuenta y tres años atrás el día que la conoció. Lo primero que le llamo la atención fue su carácter alegre, con esa bella sonrisa que hacía que se le iluminaran sus ojos negros y grandes.
Anabella lo sacó de sus pensamientos: “Lito: mi mamá dice que en la época en que se conocieron estaban empezando los Beatles”. Jose Carlos se ríe: “Sí, Bela, cantamos y bailamos sus canciones en tiempo real, como dicen ustedes. Los años sesenta fueron una maravilla en todo sentido. Además de conocer a tu Lita—e hizo un cariñoso guiño a Margarita—, la música era maravillosa: los Rolling Stones, los Bee Gees, Engelbert Humperdinck, y muchos más, con canciones inolvidables, bellas y llenas de mensaje”.
Margarita, emocionada, no pudo dejar de intervenir: “Fuimos muy afortunados. Los años sesenta fueron una década maravillosa para vivir, con cambios para nosotros los jóvenes, en la música, la manera de bailar… Llegó para quedarse la minifalda, el movimiento hippie con su consigna de amor y paz… Eran tiempos para soñar un mundo mejor: sin guerras, sin discriminación”. “Sí—continuó Jose Carlos—: adelantos importantes, como el primer trasplante de corazón; pudimos ver juntos por televisión la llegada de la nave Apolo a la Luna en casa de tus bisabuelos, en un televisor en blanco y negro. Fue emocionante, con una tensión que aumentaba mientras se abría la compuerta y se bajaba Armtrong a poner la primera huella. Aunque hubo cosas no tan buenas, como la guerra de Vietnam; la revolución sexual trajo una proliferación en las drogas y esas dos cosas mezcladas fueron muy negativas. No sólo la marihuana, hubo otras; por ejemplo, el LSD que se fabricaba en laboratorios y causaba alucinaciones. Entonces vino el look psicodélico en la moda—rió—: colores intensos, bacterias… Muy, muy sesentoso”.
Maritza, riendo: “¿Recuerdan la foto que tiene tu abuela con Lito en pantalones campana y camisa de bacterias y pelo melena?” Todos rieron, pues la habían visto mil veces.
Margarita reclamó: “¿Lo malo? Lo malo fue la Twiggy, flaca como un esqueleto, que puso a todas las mujeres a querer verse en su espejo. Eso también llegó para quedarse—la queja convertida en risa—; éramos tan felices mas rellenitas…”
Y así, entre cuentos y risas, fue pasando la cena. El momento culminante: la llegada de la torta con un enorme número cincuenta y la sorpresa de Elisa, la más romántica de las nietas: les había compuesto un poema—“Cuando pasan los años”—que terminaba así: “Con tanto amor/ Que yo quisiera poder/ Cuando pasen los años/ Como mis abuelos ser”.
Besos, abrazos y el canto de Esta noche tan preciosa, que precedió al de Cumpleaños feliz. Fueron momentos tan entrañables que José Carlos se puso nostálgico, pues quería atesorar esos momentos para siempre y sabía por experiencia que esto no se puede, que la vida tiene cuestas y pendientes y hay que estar preparados para asimilar los cambios.
Entonces solicitó la atención de todos y, con voz cálida y fuerte aun a sus setenta y nueve años, agradeció a todos por esa noche tan feliz. Luego continuó: “Siempre se ha dicho que el hombre, para estar completo, debiera plantar un árbol, tener un hijo, y escribir un libro. Bueno, para mí, lo importante es que el árbol sea fuerte, capaz de resistir al viento, con raíces profundas para que esté bien anclado, que sea frondoso, que dé sombra, que floree para que nos recree la vista, como el naranjillo que planté en el jardín. Que mis hijos sean hombres y mujeres de fe, que es tan importante para la vida y el alma, que sean honestos, que respeten a los demás sin importar raza, religión o sexo. Que sepan perdonar. Que sean generosos con ustedes mismos y los demás, que no pierdan la curiosidad de los niños, que deseen siempre saber un poco más… No se conformen con Google; lean, instrúyanse, pregunten… Que sepan que la vida tiene altos y bajos y hay que estar preparados para levantarse. Que sean unidos, que estén pendientes los unos de los otros; la familia es unión. Y, bueno: el libro, ese libro, lo escribirán ustedes al recordarme, pues mi vida es, como dicen, un libro abierto, aun con equivocaciones. Así he sido: directo, trabajador, y familiar. Ésa es mi vida”.
Aplausos, lágrimas, abrazos… “Gracias, papá; gracias mamá, por todo lo que nos han dado”, dijo Corina levantando una copa y brindando.
Se rompió el mágico momento cuando Martín dijo: “Mi árbol va a ser grande como el de los Robinson, con toda la familia viviendo en él. Mamá ¿cuál podrá ser para plantarlo?”
Corina, muy seria, contestó: “Buscaremos el más fuerte y frondoso y será genial”.
Sandra, que no podía quedarse atrás, declaró: “Pues mi libro va a ser fantástico: con dibujos, fotos, recortes y muchas historias de todos nosotros”. “Cuidado con lo que pones de mí—dijo Santiago—. Por lo pronto pon que soy el tío preferido”. “Claro, pero en lo que cuente no puedo mentir”, dijo Lito.
La verdad es que todos estaban contentos y emocionados, pero llegó la hora de la despedida. Se fueron marchando, dejando felices a José Carlos y Margarita, que daban gracias a Dios por tantas bendiciones en esos cincuenta años de estar juntos.
“He sido muy egoísta con Isabel—pensó Santiago—. Quiero tener la fórmula del amor perfecto y no me he dado cuenta de que no es lo perfecto; es que tratemos de ser mejores y dar, dar amor. Espero me perdone”.
Maritza y sus hijas se quedaron un rato más para terminar de recoger. Laura, muy pensativa, comentó: “Mamá, cuando nos vinimos a vivir a casa de Lito y Lita, estaba disgustada por salir de nuestra casa y poque mi papá tuvo que irse a trabajar a Valencia por la mala situación. Perdona todas las veces que con mi mal humor protestaba por todo; ahora sé que lo importante no es dejar mi cuarto o sentir que no puedo comprar eso que me gusta, tener que lavar mi ropa o tender mi cama. Lo importante es el sacrificio de papá por el bien de sus hijas, saber lo fuerte y valiente que eres; este año ha sido muy difícil para ustedes. Después de que Lito habló yo lloraba, pues comprendí que en la familia lo más importante es la unión y el cariño y eso, mami, lo tenemos por mil”.
Maritza la abrazó.
Carolina Ponte de Baquero
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