El martes 13 de noviembre de 2012, nos reunimos en el apartamento recién remodelado de María Teresa. El nuevo, amplio y luminoso espacio recibió a las Hormigas con la misma calidez y afecto que la anfitriona.

De inmediato, pasamos a elegir las fechas y libros que debíamos leer en los próximos meses y quedamos así: el 4 de diciembre nos reuniremos en casa de Rosa Elena, quien en combinación con Elizabeth preparará la reunión de Navidad. Para ese encuentro llevaremos leído el libro de María Dueñas, Misión olvido. Se sugiere llevar un regalo para el intercambio que no sobrepase los 150 bolívares.

Para el 15 de enero del año 13 leeremos a Julia Navarro, con su novela Dime quién soy. Nos reuniremos en esa ocasión en casa de María del Carmen.

La reunión de febrero será en casa de Carolina (todavía sin fecha) y en principio está sugerido el libro de Ken Follett, El invierno del mundo.

Pasamos de inmediato a la discusión de la novela El hombre que amaba a los perros (2009) de Leonardo Padura, nacido en Mantilla, uno de los barrios más humildes de La Habana, Cuba. Hoy tiene cincuenta y cuatro años de edad; estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de La Habana. Ha ejercido como periodista, pero su mayor éxito lo obtiene de una serie de novelas policíacas hilada a través de un personaje central llamado Mario Conde. Allí aprovecha de hacer solapadas críticas a la sociedad cubana, disimuladas en el texto literario. Estas críticas son mucho más explícitas en la novela donde relata la historia de Ramón Mercader, preparado por el gobierno de Stalin para asesinar a León Trotski, y que pasa los últimos años de su vida en La Habana.

La extensa novela El hombre que amaba los perros fue alabada por todas las hormigas como una de las mejores leídas este año. Quedamos maravilladas por la hábil capacidad del escritor para combinar tres historias: la de la Rusia de Stalin, la de la Guerra Civil Española y la de Cuba de los años sesenta. A pesar de lo extenso del período de tiempo que ocupa, y de la cantidad de personajes y múltiples nombres que aparecen, no nos fue de difícil lectura y nos mantuvo interesadas desde el principio hasta el final de las más de setecientas páginas del libro, a pesar de que ya sabíamos el desenlace del asesinato de Trotski por mano de Mercader. La historia tiene visos de novela policíaca, relata admirablemente la mentira que envuelve al poder y produce un miedo latente que termina por internalizarse en el lector, ingrediente que lo engancha en la lectura.

Las tres historias están unidas por el amor de los personajes a los perros, por el miedo y por lealtades, por fanatismos y obediencia ciega a un sistema político. Sus creíbles y bien investigados personajes masculinos son fuertemente influidos por las mujeres de su vida y, aunque ellas no son personajes centrales, sus personalidades y características son fundamentales para el desarrollo de la historia.

La manera de presentar a los personajes es tan humana que, a pesar de saber el daño que hicieron y de conocer la influencia nefasta que tuvieron, los lectores llegan a comprenderlos y, en algunos momentos, hasta a entender y justificar su comportamiento.

Se hizo obvio que Trotski y Mercader debían tener características de personalidad enfermiza para comportarse como lo hicieron. También los enfermaron las circunstancias personales e históricas que vivieron. Fueron víctimas y victimarios atrapados en una historia de terror y venganza. La narrativa es rica en detalles, con emociones bien descritas; deja ver el lado oscuro de los líderes.

La presencia de Stalin y su voluntad de venganza están presentes en toda la novela, y se puede observar el poder del personaje cruzando fronteras e influyendo hasta los más mínimos detalles.

Leonardo Padura nos hizo conocer una parte de la historia del siglo XX de la que muy poco sabíamos. Nos enseñó muchos de los secretos del estalinismo y sus vínculos con la República Española, con detalles de la guerra fratricida que destrozó a la Madre Patria. También mostró el quebrantamiento de la sociedad cubana bajo el yugo del comunismo y la infiltración de esa ideología en México. El autor comprueba que en esos gobiernos de Rusia y Cuba han sido la mentira y el terror las armas principales de persuasión de la ideología. La narración de la intimidación, la violencia psicológica, moral y hasta física llega a revolverle el estómago al lector.

Para muchas Hormigas, la parte que más las atrapó fue la de Cuba de los sesenta. Es lógico que nos sintiéramos identificadas pues conocíamos parte de esa historia contemporánea y porque ahora hay una cercanía entre los cubanos y los venezolanos que no podemos obviar. Es tan triste conocer los detalles de la vida de nuestros contemporáneos cubanos que se llegó a decir que era una alegría que parte de la riqueza saqueada en Venezuela sirviera para paliar, aunque fuera un poco, la pobreza de esa gente.

Fue imposible no hacer comparaciones con nuestra situación política actual. Muchas veces, mientras leíamos algunos pasajes, veíamos reflejada en ellos nuestra realidad y temblábamos. Estaba claro que el único ingrediente que no puede faltar para la felicidad es la libertad. La imagen de la sociedad socialista rusa, donde todos vestían iguales y nadie se atrevía a levantar la voz, es un retrato lleno de tristeza, indolencia y apatía adonde no queremos, de ninguna manera, estar. Comprendemos que cada pueblo tiene su idiosincrasia y cada historia su característica, por tanto la palabra clave es resistencia.

El puntaje que recibió el libro de Padura fue de 9,43.

Nuestra invitada estrella, Irene Guinand, fue enfática al afirmar que cuando leamos una biografía o una historia novelada buscáramos otras fuentes para no quedarnos sólo con una visión.

Nos puso en el momento histórico en que la novela se desarrolla, explicando que la Revolución Rusa no fue planificada sino espontánea. Los rusos amaban al zar Nicolás II; para ellos era como un dios, era su proveedor y guardián, tanto así que lo llamaban Padrecito. Este zar era un hombre blando y acomplejado ante la fuerte figura de su padre. No lo ayudaba para nada la repudiada figura de la zarina Alejandra, quien lo dominaba y estaba influida por el odiado Rasputín, el Monje Loco. Durante el mandato de Nicolás II, aumentó la industrialización de Rusia y nació una nueva clase social de trabajadores liderados por los sindicatos pero las condiciones del pueblo eran míseras y no tenía la más mínima educación. El imperio había perdido su honor principalmente por su derrota ante Japón.

Japón, el Imperio del Sol Naciente, propinó una humillante e inesperada derrota al Imperio de los Zares. Rusia buscaba expandir, a comienzos del siglo XX, sus territorios en el Oriente Lejano. Dos circunstancias agitaron esta voluntad: la degeneración política de China y la terminación del Ferrocarril Transiberiano, que unía a la Rusia europea con el Pacífico. Es así como Rusia extendió su influencia por Manchuria y comenzó la penetración militar de Corea, bajo el pretexto de la explotación maderera en la zona. Obtuvo, concretamente, un arrendamiento por veinticinco años de la ciudad de Port Arthur en la península de Liaotung.

Las maniobras rusas competían con las ambiciones japonesas en la región: Japón también quería aprovecharse de la debilidad china para su propia expansión. Sin advertencia previa—como lo harían en Pearl Harbor treinta y siete años más tarde—los japoneses comenzaron el bombardeo de Port Arthur en febrero de 1904. Más cercano al teatro de operaciones, Japón tenía la ventaja logística, y un incompetente liderazgo militar ruso llevó a un desenlace imprevisto: la destrucción de la Flota Báltica de Rusia en los estrechos coreanos de Tsushima, después de que hubiera viajado medio mundo antes de encontrar su trágico destino. La subestimación de la fuerza japonesa contribuyó a la derrota de los rusos, y en 1905 el Zar debió ceder todas sus adquisiciones recientes y aceptar un protectorado japonés en Corea. Occidente quedaba advertido.

Como había ocurrido en 1870 con Luis Napoleón en Francia, una oleada de insatisfacción y protestas cundió por Rusia con el descalabro en el Pacífico. En un “Domingo Sangriento” de 1905 el ejército ruso, que reprimía una manifestación ante el Palacio de Invierno en San Petersburgo, mató más de un centenar de trabajadores. El incidente reavivó las protestas y las huelgas, y los primeros soviets, o asambleas de representantes de los trabajadores, controladas por elementos radicales, fueron establecidos en varias ciudades, comenzando por San Petersburgo. Los marineros del acorazado Potemkin, en acción inmortalizada en un filme de Sergei Eisenstein, se amotinaron, y el proceso culminó con una huelga general que paralizó al imperio en octubre de 1905.

La crítica situación forzó al Zar a ofrecer concesiones. En apresurado manifiesto concedió las libertades de expresión, prensa y reunión, al tiempo que decretaba la formación de un parlamento o Duma a ser elegida por sufragio prácticamente universal. Así dejó de ser Rusia una autocracia incontrolada para convertirse, a regañadientes, en monarquía constitucional. Los liberales se sintieron satisfechos, no así los radicales. La agitación continuó hasta que el empleo del ejército y una cadena de arrestos puso fin a la revuelta al término del año. Quedaba sembrada la semilla revolucionaria para que en situación similar, doce años más tarde, cayera el zarismo y se iniciara la era comunista. (Del blog de Dr. Político, de Luis Enrique Alcalá: Historia del siglo XX (2))

Lenin y Trotski, que estaban exiliados por el Zar, aprovecharon su abdicación para volver a Rusia con sus nuevas ideas de un gobierno del pueblo. El caldo de cultivo era fértil y logran establecer la revolución que retiraría a Rusia de la I Guerra Mundial. (Tratado de Brest-Litovsk). En 1918, al término de ésta, comienza la guerra civil entre zaristas y los bolcheviques que ya estaban en el poder: entre el ejército blanco, el zarista, y el ejército rojo comandado por el propio Trotski, quien supuestamente sucedería a Lenin, pero es engañado y sustituido por Stalin en el último momento. Dicen que el testamento de Lenin, en el que nombraba a León Trotski como sucesor, fue destruido por Stalin. También puede haber jugado papel definitorio el que Trotski tuviera ascendencia judía. El mandato del militar de mano de acero, Stalin, dura hasta 1954 cuando muere solo y enfermo, atormentado por el miedo de que lo asesinen en su cama. Los rusos, por tanto, pasaron del absolutismo imperial al absolutismo comunista. Lo más increíble es que, para estos días, los rusos están empeñados en revivir su pasado imperialista.

Nota: les pongo a disposición la reseña en mi blog y recomiendo buscar, como nos sugirió Elena, en YouTube, los varios capítulos de Muerte de León Trotski. Ella también recomienda, del mismo sitio, La biografía de Stalin que completa la historia.

Irene mandó a Graciela algunos videos que recomienda. Los esperamos.

NS

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