Una porción de la pièce de résistance

 

Historias de familia – Cuarentena Covid 19 – Abril 2020

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Al parecer, este largo cautiverio me va a brindar la oportunidad de continuar la catarsis, de seguir contando las historias de la familia para complacer a mis hijos, y escribir sobre mi abuela Rosita—“Tití” para los más cercanos, Lela para los nietos—, quien fue parte clave de mi crianza y de quién soy.

Como todas las historias bien contadas, hay que empezar por el principio. Ella no me hubiera perdonado que, al escribir sobre su vida, no comenzara por la historia que le oí literalmente desde que abrí el ojo a este mundo: que ella era bisnieta del general Rafael Urdaneta. Lo repetía cada vez que podía; nos fuimos aprendiendo el cuento de memoria, y a medida que iba creciendo me fui dando cuenta de por qué valía la pena compartirlo.

Su abuela, Rosa Margarita Urdaneta Vargas, era la primera de las tres hijas hembras de los once hijos que procreó el prócer. Vivían en Maracaibo, siendo éste Intendente del Zulia en los tiempos posteriores a la muerte del Libertador, y luego nombrado Encargado de la Presidencia. Según sus mismas palabras—cada vez que contaba el cuento—un día llegó a Maracaibo una fragata holandesa muy importante, y era menester hacerle un recibimiento propio del protocolo diplomático al comandante de la nave, capitán Sebastián Arriens, y a toda la tripulación. Doña Dolores, esposa de Urdaneta, se encontraba enferma, y el general le pidió a su hija Rosa Margarita que lo acompañara en el papel de anfitriona ya que, además, hablaba perfectamente el francés y tocaba el piano. (Ésta era su parte preferida del cuento).

El apuesto capitán, después de pasar la velada atendido por la culta criolla, queda prendado de ella, al punto de prometerle que en un año estaría de regreso para contraer matrimonio. (Y una pensaba que eso sólo pasaba en la películas). El padre de Rosa entró en crisis, y le repitió hasta el cansancio a su hija lo que era lógico repetir: “Todos los marinos tienen amores en cada puerto”, y más éste, que al parecer era “buenmozo y de buenas maneras”. La hija de la historia recibió dos cartas en el transcurso del año, y después del tiempo prometido, el capitán Arriens tocó un día la puerta de la casa del prócer solicitando a la señorita Rosa Margarita. Pequeño detalle: la susodicha se encontraba en cuarentena por paperas. (Historia patria, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia).

El prometido esperó pacientemente, y aprovechó el tiempo para convencer al general Urdaneta de que sus intenciones eran las correctas. Final del cuento: al tiempo se casaron, y Don Sebastián no regresó por muchísimos años a Holanda porque formó una bella familia (cuyo número de hijos no pude encontrar); se enamoró del país, del clima, de la comida y del trópico.

El capitán Arriens comenzó a mandar a Holanda, todos los años, a sus hijos mayores adolescentes para que conocieran sus raíces, y posteriormente a los nietos. A Susana, la mamá de mi abuela, nunca le tocó ir porque era de los nietos menores. (Ésta era la única parte triste del cuento para ella, a quien le fascinaba viajar).

Conclusión: el cuento valía la pena. No me importaba oírselo hasta el cansancio, y me encantaba ver cómo se le iluminaba la cara de emoción en cada oportunidad.

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El nombre de Sebastián, por cosas del destino, continuó formando parte de la historia de su vida, pues así se llamó su papá: Sebastián Delfino, este apellido con raíces Italianas. Tristemente, falleció joven, y dejó a su esposa con cinco hijos pequeños.

Como fue muy común en esa época, en la que muchas mujeres levantaron solas a sus hijos, Doña Susana de Delfino lo hizo a pulso gracias a sus habilidades manuales de bordado y cocina. Doña Rosita contaba que le encargaban la lencería completa de muchos de los trousseaus de las novias de Caracas para bordarles sus iniciales, así como las canastillas de los recién nacidos. A la par, preparaba platos por encargo.

Quizás por estas fuertes vivencias, Tití no parecía de su época. Si hubiera vivido en el siglo XXI, hubiera sido una exitosa empresaria con toda seguridad; siempre tenía una idea nueva en mente. Le encantaba pintar, y siempre lamentó que no podía asistir a clases de pintura a unas cuadras de distancia, porque estaba mal visto que las “niñas bien” salieran de sus casas para recibir algún tipo de instrucción.

Conoció a Don Elías, y éste se enganchó el día uno al probar la Isla flotante que le preparó. Cocinaba como los dioses. No hablaba francés ni inglés, pero dominaba los términos de la gastronomía francesa y los utilizaba a la perfección. Le encantaba recibir y reunir a la familia completa, no sólo a la suya, sino a hermanos, sobrinos y amigos que durante muchos años recibían el Año Nuevo en la quinta Mercedes.Tenía revistas norteamericanas, y decoraba los platos tal como salían en ellas.

Los olores siempre recrean los recuerdos, y así me pasaba a mí. El olor a los azahares de la India del jardín, y el aroma que emanaba siempre de la cocina, me transportaban. Siempre he oído que el calor de hogar se conoce por el aroma de un buen caldo de pollo; además del aroma de los caldos, mi abuela siempre olía a torta. En su época, no existían artefactos eléctricos, y de chiquita siempre la veía sentada en el patio posterior de la casa, con un gran bowl en las piernas—que además era de barro pesadísimo—y, como dicen en España, “dale que te pego” con el cucharón y algún batido de la torta de cumpleaños de turno. Hacía, además de los bouquets que salían de su “Floristería Mercedes”. las tortas de boda de la novias de la familia, que en esa época no eran a base de ponqué sino de receta de torta negra de Navidad. Todavía no entiendo cómo lo hacía; además las cubría con fondant hecho por ella.

Además de las tortas y de su Isla flotante, tenía platos que la identificaban: el manicote, el pastel de polvorosa, el timbal de Julia, el pargo en mayonesa, los gratenes de espárragos, sus hallacas, su ensalada de gallina (sin zanahoria), y el consabido sancocho cruzado que reunía todos los domingos a la familia, más de dieciséis personas.

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No había nada en el mundo que le gustara más que un “viajecito”, cosa que a Don Elías le provocaba horror y pavor. Le apasionaba un crucero, ir a Curazao—me imagino porque le recordaba sus raíces holandesas— pero sobre todo porque “se compraba de maravilla”. Su hermano Gustavo Delfino siempre consintió a sus tres hermanas: Tití, Teté y Tía Susanita, ésta última un personaje delicioso que bien merecería una crónica solo para ella. Invitaba todos los años a las Tres Marías” a su casa en Miami, frente a los canales, la cual conocí a los once años, pues Doña Rosita siempre cargaba conmigo “para que conociera el mundo”. (¡Y para que la ayudara a cargar las compras!)

Me casé en agosto, y ya en noviembre avisó que iba a visitarnos a nuestro primer destino en EEUU, que fue Vermont. Su pasión por los viajes superaba con creces el pánico que le tenía a los aviones. Si había un viajecito, “¿quién dijo miedo?” En esa época, para llegar a Vermont había que hacer dos conexiones, y el último vuelo—Albany-Burlington—era en un commuter de hélices. Yo me enfermé de la angustia, pensando qué íbamos a hacer si pasaba algún contratiempo; ella tenía más de ochenta años y no hablaba el idioma. A la hora exacta, aterrizó el avión y la vimos bajar de primera, con su elegante porte, engalanada con un sombrero ladeado de fieltro negro con una pluma. Rafael le preguntó al saludarla: “Tití, y ¿cómo hiciste en los aeropuertos?” “Fácil! Aprendí a decir wheel chair”.

Tenía alma de contrabandista”. Apenas abría la maleta, empezaban a salir mangos, aguacates… Cuando yo estaba embarazada, tamarindos, por si me daban “antojos”, y de regreso llevaba escondida de nosotros cualquier cantidad de maticas que podían gustarle a mi abuelo, envueltas en bolsitas de plástico. Nunca la cazaron.

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Una de las cosas que siempre admiré en ella era el culto que tenía por sus amigas. Las “Tres Marías”, tenían su grupo de casi hermanas de toda la vida, como Inés Pacheco, Cecilia Vegas y Doloritas Bello. Jugaban cartas todas las semanas, cada vez en una casa diferente, y soñaban con el menú de merienda que servirían. Así como se adoraban, era divertidísimo oírlas cuando se “guindaban” y, al final, cuando alguna fue perdiendo el oído, como mi tía Teté: “¡Teresa, mijita, no te estás enterando de nada!”

El espíritu libre de Tití, su forma tan positiva de ver la vida, y su inmensa fe, estoy segura, la sacaron adelante para superar lo peor que puede pasarle a una persona en la vida, que es perder un hijo. Y no cualquier hijo: mi tío Elías era con quien ella se identificaba plenamente, además de que vivía con mi tía Marifina y mis cuatro primos en la Qta. Mercedes. Todos pensamos que moriría del dolor, pero nos dio una lección de fortaleza y de temple. Fue un bastión para todos en la casa, especialmente para mi tía, que con treinta y seis años quedaba a cargo de cuatro hijos. Jamás intervino ni la contradijo en su educación; simplemente, “estaba ahí” para ellos. Dejó a mi tía llevar las riendas de la casa—menos de la cocina, bendito sea Dios—y convivieron juntas hasta el final. (Algo que bien pudiera ir al libro de Guinness).

Un amigo muy querido me hizo una vez un comentario: “No dejes de contar la historia de tu abuela, porque me imagino que lidiar con Don Elías no debe de haber sido fácil”. Nada más cierto: mientras él vivía en su mundo de ensoñación, rodeado de sus cattleyas, sus calas, de exposiciones y pleitos con nietos y jardineros, ahí estaba Doña Rosita como un ancla para ponernos a todos los pies sobre la tierra. Ellos, dos experiencias de vida que nos marcaron a los que tuvimos el privilegio de absorber sus enseñanzas y su amor por la familia. ¿Quién me iba a decir que esta coyuntura de encierro me impulsaría a contar la historia de otra cuarentena, que estuvo relacionada con las raíces de nuestra familia?

Rosa Elena Larrazábal de Maldonado

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